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En aquella época me quería comer el mundo a puños. Era un joven que iniciaba su carrera periodística y todo el tiempo andaba en busca de la mejor noticia. Una tarde me llamó un amigo que tenía relación con una banda de criminales. «Al rato en la noche va a haber un ajuste de cuentas, por si quieres una buena noticia. Ahí en la Estación, como a las once. Pero yo no te dije nada, ¿eh? Ni siquiera voy a ir». En cuanto colgamos preparé mi cámara y mi radiograbadora. Esperé unas dos horas y monté en mi moto rumbo a la ubicación señalada. Salí de casa a las 10:30 P.M. Recuerdo que el corazón me palpitaba exagerado. Obvio, tenía miedo, pero también gozaba de una emoción enorme. Iba a la caza de la mejor noticia.

Cuando llegué a la Estación, lo primero que pensé fue dónde me iba a quedar, qué punto era de buen resguardo. Peiné la zona y decidí esconder la motocicleta entre unos arbustos. Ahí permanecí, oteando la zona, atento, a la espera de que el menor ruido quebrara la noche.

No recuerdo cuánto tiempo transcurrió para que unas pisadas irrumpieran desde la lejanía. Se adivinaban pasos armónicos, lentos, como de quien disfruta la caminata. Luego le siguieron risillas y palabras en voz de una mujer. La repentina tensión que tuve se disipó; sin embargo, las pisadas se acercaban. La tensión volvió. Unas sombras en la pared anunciaban a dos personas, a las cuales observé en cuanto dieron la vuelta. Se trataba de una pareja joven. Caminaron hasta unas jardineras donde se sentaron. Y transcurrió un largo rato, o al menos así me pareció, en el que platicaban, se reían, se tomaban de las manos, se soltaban. «¿Dónde diablos está el ajuste de cuentas?», pensé. Ya pasaban de las 11:00 P.M. «Otra noticia que se me va». Decidí abandonar el lugar cuando me percaté que el ruido de la moto los haría voltear hacia mí. No, no era buena idea. Así que permanecí en presencia de una escena romántica que me era indiferente, banal. Y los minutos pesados, casi metálicos, de tinte lapidario me hicieron pensar en mis primeros amores. El tiempo y el espacio se comprimieron en un recuerdo, en un rostro, en una voz, en unos labios, en un beso.

Me distraje con una risotada que se enredó entre la luz de los faroles. Era ella, a carcajadas, mientras él contaba quién sabe qué cosa tan graciosa. Luego se retiraron de las jardineras y caminaron unos cuantos pasos hasta que se detuvieron. Se tomaban de las manos y se miraban sin hablar, pero diciendo todo. Un lenguaje transparente los unía. Entonces percibí que él intentaba la proeza. besarla. No obstante, ella no se decidía. La escena banal empezó a engancharme. Ya me había resignado a no presenciar el ajuste de cuentas, así que no me iría hasta que se besaran. La aceleración cardíaca y la tensión nerviosa habían disminuido casi por completo. Encendí un cigarro mientras un motor se escuchaba a la distancia. Y unos ladridos imprudentes que no respetaban la escena de amor.

La situación seguía igual, se tomaban de las manos, las separaban, él se acercaba, ella retrocedía. Me resigné a la mala fortuna de aquel sujeto y deseé que se marcharan para que yo pudiera regresar a casa sin ser advertido.

Volvían hacia las jardineras cuando aquel motor se escuchaba abruptamente cercano. Y volví a sentir miedo. Transcurrió un lapso brevísimo para que un auto convertible entrara en esa calle. Frenaron de tajo y dos tipos se bajaron con pistola en mano. La pareja quedó petrificada. Yo también. «Te dije que no rajaras», sentenció el conductor mientras le encañonaba la cabeza al joven. Ella empezó a llorar. «Te dije que aquí nadie se escapa. Nadie sale perdonado». Y le disparó. Luego, también la mataron a ella. Y así como llegaron, se fueron. Me quedé inerte igual que esos cadáveres. No reaccionaba, el cuerpo no me respondía, pero también me amenazaba la posibilidad de que aquellos sujetos volvieran y al descubrirme me mataran. Fueron minutos larguísimos. Nunca había visto un muerto, mucho menos un asesinato.

Aún no recuerdo qué hice para reaccionar, solo recuerdo que encendí la moto y me dirigí a casa a toda velocidad. En cuanto entré me tumbé en un sillón, a tropezones, pues las piernas me fallaban y las manos me temblaban demasiado. Incluso mi vista empezó a nublarse. Y solo pensé cómo había sido posible, bajo esas condiciones, que hubiera llegado vivo.

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