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De bronce, cobre, madera, plumas, barro, papel, cantera o yeso; esculpida o pintada en acuarela, oleo o pastel; la santa muerte, la niña blanca o la santa a secas, se exhibe por cientos en patios y paredes del santuario instalado en el antiguo pueblo de Santa Ana Chapitiro, en la ribera del Lago de Pátzcuaro

Con 25 años de vida se ha convertido en referencia obligada para los adoradores del culto necrófilo de creciente afiliación, estimulado por un escenario de violencia que no cesa, y que en los últimos 13 años ha sumado con violencia a casi 300 mil calaveras a los panteones. Un adoratorio singular y selecto que se distingue entre más de 400 puntos de devoción en estados como Hidalgo, Zacatecas, Oaxaca, Tamaulipas o Ciudad de México, en los que se propaga esta fe.

El encargado del centro de veneración accede a conversar, pero categórico, ataja de entrada: “Ella es un ángel del señor que nada tiene que ver con las maldades que vemos todos los días. Ella no viene por nadie por su propia cuenta, sino que a ella la manda Dios”, y asegura que el tabernáculo es visitado, entre otros, por “militares que vienen a husmear, pero con respeto a la niña”, a preguntar por alguien que tal vez pudo haber llegado de visita. “Nosotros no damos informes de nadie. Solo vemos gente que trae veladoras y ofrendas, que hace oración, que llora o celebra, pero no preguntamos ni el origen ni el destino de nadie”, señala.

Los policías de los municipios de la Cuenca del Lago de Pátzcuaro también llegan de vez en cuando, “pero ellos sólo bajan a dejar algún presente a la niña, hacen oraciones rápidas y se van”.

Esta pequeña comunidad que no rebasa los mil habitantes, en cuanto a violencia y maldad, es equiparable con sus vecinas, sean isleñas o de tierra firme. De vez en cuando un desaparecido, una balacera o un aparecido sin nombre, y sin vida. Hace algunos años, muy cerca del santuario, en un enfrentamiento con militares, resultaron muertos 11 presuntos delincuentes; otras veces se ha sabido del desmantelamiento de algún centro de prácticas de grupos delincuenciales. Nada especial, por lo que es preciso decir que en torno al templo impera la paz de la muerte.

El culto empezó 25 años atrás, cuando llegó un grupo de creyentes que buscaba la imagen descarnada, y en la iglesia principal del pueblo encontró una pequeña escultura de piedra. La empezaron a adorar y pronto el fervor creció y terminó por incomodar al cura y a los más devotos católicos, por lo que el sacerdote aceptó su traslado a una capilla del propio pueblo, hasta que el promotor principal, que “trabajó muchos años en el gobierno de la ciudad de México”, decidió hacer una réplica de la imagen y abrir un pequeño adoratorio.

Pronto crecieron los adeptos al esqueleto ataviado con ropajes femeninos. Crecieron las peticiones por la salud de alguien, la venganza ante algún atropello o las facilidades para alcanzar amores imposibles; aunque predomina, como en el resto del mercado de favores santos, por así decirle, el pedido de cobijo ante la pobreza que no cede, sea por vía de asegurar o conseguir empleo, ventas u otras fuentes de ingreso.

“La visitan más las personas que trabajan de noche”, dice el encargado, creyente también, y quien percibe un salario de la familia del primer promotor, asesinado hace pocos años en la capital del país. Y es cierto. En el vaivén de una tarde se observa a buen número de mujeres y hombres con las huellas del activismo nocturno en el rostro. Es curioso. Muchos llegan en taxi, dejan su ofrenda y oración, 15 minutos tal vez, y salen sin mirar atrás. Aquí no hay quién oficie nada, quien diga sermones, quien cure, “no tenemos intermediarios, cada quién sabe qué carga y cómo pedir consuelo”, nos dice el informante.

De la imaginería mortuoria y los agradecimientos por incursiones que la parca habría tenido en vidas mundanas, sobresale en la primera cripta de la izquierda, un cuadro con las siglas de la universidad nicolaita, firmado por un alumno graduado como Médico Cirujano, en el que dejó constancia encuadrada de su gratitud por la ciencia recibida, con sus dos nombres y apellidos. Por su valor estético sobresalen otras piezas, como dos monumentales del patio principal, y otras hechas de plumas de águila, papel o incluso, de dólares, nada menos.

Si bien la mayoría de la población de Santa Ana y comunidades vecinas del lago es católica tradicional, el culto a la muerte no incomoda, pues se reconoce que la celebración mortuoria tiene un arraigo regional y lo asumen como herencia religiosa. Los adeptos que visitan el templo son de centros urbanos casi todos, tanto de Michoacán como de otros estados. Por eso, es de subrayar esa clara muestra social de tolerancia.

Y por eso seguirán desfilando amas de casa, artesanos urbanos, ex convictos, homosexuales, “seguramente narcos y sicarios, por la pinta que traen”, y gente de escuela incluso, como el egresado nicolaita que, antes de sus cirugías, se encomendará al espectro.

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  1. La imagen, aunque está recortada, pertenece a la novela gráfica «los perros salvajes», de Edgar Clément. Habría que acreditarla.