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Algo estaba pasando en el ambiente, algo para lo que nunca me preparé. Uno a uno, los miembros
de mi familia se iban desdibujando y, con ellos, los recuerdos de mi hermosa niñez. Recuerdo que a los siete años mis ojos se encontraron con él, tenía como dos metros de estatura y un corazón grande.


Yo intentaba cumplir con mis tareas domésticas, sujetaba la escoba con ambas manos y mi técnica
consistía en echar la basura hacia mis pies. Él se presentó en casa en busca de su novia, mi
hermana mayor. Mientras ella se alistaba para salir, se agacho y con diligencia me enseñó a
colocar las manos de manera correcta sobre la escoba y la técnica para barrer a un extremo y otro.
Tardé un poco en dominar la técnica y empezó a reír.


Callado, sonriente, pacifíco, conciliador, pésimo contador de chistes.


La primera y única vez que lloré secretamente por su posible ausencia, contaba yo ya con 35 años.
Éramos contrarios en un juicio de divorcio. Yo, representaba a mi hermana; pero la sensación de
incomodidad iba creciendo en mí. Era como si estuviese demandando a mi propio padre.
Demasiada carga emocional.


Ese día lloré afuera de los juzgados. Ese hombre que había compartido penas y alegrías con mi
familia por tantos años, ahora intentaba dejar de pertenecer a ella. Por fortuna fui relevada de esa
encomienda, el divorcio nunca se concretó y volví a ser feliz.


Como buen tabasqueño, tenía la música por dentro, se transformaba al compás de los sonidos; se
colocaba un vaso sobre su cabeza y bailaba sin que esté se derramara. Aunque tal vez eso no lo
recuerden sus hijos, caminaba por el pasillo de mi casa, delante, siempre delante, y mi hermana
siguiendo a paso veloz.


Ese día estaba en la ventana de la cocina, miré a la izquierda, los vi pasar, pregunté con las manos
a dónde iban, no me respondieron. Al día siguiente no quise molestarlos para que movieran su
auto, así que decidí caminar y, a las tres horas, vi a corazón grande subir al cielo.


Ya no estaba más en ese pasillo, ya no más en ese volante, ya no más en esas manos que me
enseñaron a sujetar la escoba. Ahora mi corazón se hizo un poquito más grande, cómo el de él,
porque su alma y esencia estaban acomodándose, junto con otros familiares, para hacerse un
huequito en este corazón fracturado.

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