Jamás pensé que vería tu muerte, se me partió el alma, se me fue la vida y hasta el día de hoy, no he podido entender del todo…he aprendido en partes, pero sigo dolida en partes, me quedé incompleta, me quedé a medias, me quedé vacía y a medida que pasa la vida, que se va un día y otro día, entiendo que ese vacío; simplemente no se llenará.
Cuando vuelvo atrás la mirada, debo reconocer que tenía todas las esperanzas del mundo de que el diagnóstico médico estuviera equivocado, o al menos; que la tal enfermedad, tuviera un tratamiento aunque fuera duro, aunque fuera largo…pero soñaba que estaríamos juntas en la recuperación, lamentablemente no fue así y tu día y hora señalados de partir se cumplieron; tal y como tu día y hora señalados de nacer un día también llegaron.
Entregué al forense tu ropa, esa que seleccioné con tanto cuidado, esperando lucieras tan hermosa como en vida, esperando que cada asistente a tu funeral pudiera quedarse con la imagen impecable que siempre tenías ante todos y ante nadie.
Y se llegó el momento de recibirte, y tal y como me lo pediste entre pláticas tontas un día, estaba puntual a la cita: las 11 de la mañana del día de tu muerte, ahí, en el salón del velatorio, llegué para encontrar tu cuerpo y maquillarte como un día no muy lejano me lo habías pedido entre bromas.
Me temblaban las piernas, me dolía el corazón de ya sentir tu ausencia, me sentía desvalida, abandonada, herida de muerte, asustada al saber que tenía que verte, que tenía que tocar tu cuerpo inerte y cumplir con mi palabra: “TENÍA QUE ARREGLAR A MI MADRE, A MI PRINCESA, TENÍA QUE MAQUILLAR TU CARITA POR ÚLTIMA VEZ…la última vez de las tantas que lo hice”
Cuando abrieron el féretro, respiré y contuve el llanto, no quería que me vieras triste y cumplí con mi palabra, te maquillé tal y como me lo pediste, tal y como te gustaba, puse tus aretes, acomodé tu collar y te dejé lista para tu última aparición en público…acaricié esa herida por donde salió hasta lo último que había de ti en vida, de dije que te amaba, volví a respirar, cerré ese cristal y me di la media vuelta, es que alcancé a mirar que la gente ya comenzaba a llegar.
Y tomé mi lugar como la hija mayor, ahí, en la silla grande de aquel salón y solamente respiraba mientras veía el mar de gente llegar, mirarte, comenzar a llorar. “Es que eras tan joven para partir, es que fue tan inesperado, es que tu vida era tan productiva, tanto como fue de agresiva esa enfermedad que arrancó de ti el aliento de vida”
Y desfilaba la gente y se pasaban las horas y a ratos, me acercaba, te buscaba, te hablaba, pero ya era por de más; ¡claro que ya no me escuchabas!
Y allí, en el dolor, en el bullicio, en mi silencio y en la más terrible soledad, comencé a entender lo que nunca pude comprenderte en vida:
“Comprendí al verte en ese féretro, yaciendo sin vida; que cuando de mi te burlabas, no era realmente lo que querías y el dolor se apropiaba más y más de mí. Es que eran tus palabras, tus sueños, tus ideas, los nudos en la garganta que cientos, si no es que miles de veces guardaste en ti…y los dejaste allí, encerrados en tu mente, arrumbados en tu pecho, clausurados en tu corazón y todo por falta de valor, por seguir prototipos y anular así tus sueños, tu esencia, tu identidad”.
Y hoy, yo sé que te escribo desde el más profundo dolor, no solamente por tu muerte, por tu agonía, por tu enfermedad, por nuestra separación…por ese profundo sentimiento que me causa sentir tu dolor, saborear tu amargura…revivir tu soledad.
Mientras estaba allí, frente a tu ataúd, cuando las horas iban pasando y la certeza de que ni siquiera ya tu cuerpo sin vida vería, empezaron a retumbar las mil palabras, los mil pleitos, las mil confrontaciones que como madre e hija tuvimos una y otra vez y de a poco en ese cruel tormento, comprendí lo que nunca en vida en vida supiste decirme y nunca en vida pude traducir.
Es que, te veías por completo en mí, es que yo era tu fiel reflejo y cada regaño, cada grito, cada prohibición, cada exigencia, solamente eran palabras que no supiste articular en donde no querías que me equivocara, donde me pedías que no repitiera los ismos errores que habías cometido tú, donde me demandabas que hiciera con mi vida lo mejor, que explotara mis talentos, que caminara en la correcta dirección, que alcanzara mis sueños, todos esos que por ser la adolescente que me trajo al mundo, quedaron de lado al examen de embarazo que confirmaba que tú; siendo casi una niña, traerías otra vida al mundo.
Y comprendí que no era contra mí, comprendí que siempre se trataba de ti, de lo que me habías enseñado y hoy lo veías en mí y no te gustaba, se trataba de lo que podía hacer mejor y no estaba haciendo con excelencia, se trataba de cumplir tus sueños en mí, de verme erróneamente no como una extensión, sino como una réplica de ti.
Y comprendí, que a gritos y en silencio, reclamabas tus errores, te dolías de tus sueños no cumplidos, comprendí que me sentías tan tuya, que cada que mirabas, ni siquiera podías verme…es que solamente te veías a ti: lo que querías alcanzar, lo que dejaste de lado, lo que tanto te molestaba porque lo estabas haciendo mal.
Comprendí que no se trataba de mí, se trataba de todo lo que no fuiste capaz de arreglar en ti, de todo lo inconcluso, de todo lo mal hecho, de todo lo que estuvo en tus manos y por determinada razón, en su momento dejaste ir.
Comprendí también que aunque no soy una réplica de ti, sí soy una extensión de ti y comprendí que con el fin de tu vida, otra vez me orillaste como muchas veces; a hacer lo mejor con lo que yo tengo en esta vida.
Pero entre todo lo que me hizo comprender el estar por 24 horas completas frente a tu ataúd, es que la vida es un suspiro, que puedo vivir como yo quiera, para eso tengo libre albedrio…que puedo fallar, lastimar, ir por la vida haciendo bien o destruyendo todo a mi paso haciendo todo mal. Allí, frente a tu féretro, comprendí que no se trata de soñar, de ambicionar o de sentarse amargado y ver la vida pasar…Se trata de vivir, de dar hasta lo último, de quedarnos sin aliento en aras de conseguir cada uno de nuestros sueños. Frente a tu féretro comprendí que te equivocaste al poner sobre mis hombros la carga de tu felicidad, de tus aspiraciones no cumplidas o de la dicha de lo que sí pude lograr, sí; te equivocaste madre al dejarme desde niña toda esa responsabilidad, pero siendo ya una mujer, con el alma partida frente a tu féretro, comprendí que hiciste de mí lo mejor que podías, que me diste lo mejor que tenías, que entregaste para mí tu vida con tal de verme realizar lo que en silencio para ti querías.
Y con tu muerte comprendí que lo mejor y la tarea más valiosa y de la que muchas veces me olvido, esa que es la asignación más importante y que dejamos tantos seres humanos de lado por entrar en el vaivén de lo que un día dejará de ser, que tengo todo en mis manos porque con tus manos me diste herramientas, con tus exigencias, me diste carácter, con tus sueños, formaste los míos y con tu muerte comprendí, que sólo debo dedicarme a vivir.
A oler las flores, a mirar el amanecer, a contemplar las estrellas o cuando el cielo comienza a llover.
Con tu muerte comprendí que puedo alcanzar todo o nada y que puedo disfrutar todo o nada, que finalmente a mi muerte, cada sonrisa será tan sólo el balance de lo que en esta vida logré… Con tu muerte comprendí que tengo que aprender a vivir para el día que me toque morir, que tengo que vivir hoy y aquí, porque en el momento que menos lo espere, será cuando me toque partir junto a ti.