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Nací, crecí y fui formada dentro de una familia con grandes libertades y apertura de pensamiento, y a la vez, con marcadas reglas y conceptos muy rígidos. 

Había normas que me decían que no debía romper bajo ninguna circunstancia porque las consecuencias eran realmente graves, ¡casi apocalípticas! y, sin embargo, yo veía cómo esas mismas normas eran ignoradas o traspasadas por otras personas, dentro y fuera de mi familia. Y no sólo no estallaba una bomba nuclear, a veces hasta era motivo de bromas, celebración o aplauso.

Entonces yo me quedaba confundida.  No entendía porque los límites de lo bueno y lo malo eran diferentes para cada persona. No podía distinguir la línea que marcaba la frontera entre lo correcto y lo incorrecto.

Quizás lo que realmente sucedió es que no supe interpretar el verdadero mensaje que en aquel tiempo quisieron imprimir en mi mente y alma las personas que tenían impacto en mi formación. Mis padres, mis hermanos, mis maestros, los adultos en general que estaban en mi entorno y la sociedad misma.

No juzgo ni mucho menos culpo a las demás personas por los errores que he cometido en mi trayecto de vida.  Cada persona en mi camino ha hecho lo que tenía que hacer y, generalmente, de la mejor manera, con el mayor de los amores y la mejor de las intenciones.

Es cierto que, por muchos, muchos años, me escudé justificando mis desaciertos en lo que yo quería calificar como fallas de los demás hacia mi.  Ahora se que todo lo sucedido, bueno o malo, nunca dependió de otros. 

Soy yo quien ha tomado las decisiones correctas o incorrectas. 

Incluso, el significado o valor de cada momento, acción y consecuencia, es el significado que yo decida darle y la manera en que yo decida reaccionar a las circunstancias, externas e internas de mi vida. Principalmente, de mi propia vida.

En el trayecto de varios años que han transcurrido en mi vida rebelde y reprimida a la vez, en que pasé, de ser una jovencita de la generación X a convertirme en madre de unos jóvenes de las generaciones millennials y Z. Uno de los temas que más me han llenado de conflicto, es el asunto de los tatuajes y las personas que los portan.

A mí me enseñaron desde niña que las personas con algún tipo de tatuaje eran personas peligrosas. Quizás pertenecientes a alguna pandilla de malvivientes y que con toda seguridad eran consumidores de drogas que los hacían actuar de las maneras más violentas que pudiera imaginar.

Aprendí (quizás malinterpretando el mensaje) que la gente tatuada era porque se ponían marcas de pertenencia a grupos de vandalismo y delincuencia.

De pronto me encuentro reaprendiendo con el crecimiento de mis hijos. Estoy aprendiendo que los conceptos y normas sociales son muy diferentes a los que regían en mi juventud.

El que alguien esté o no con tatuajes en el cuerpo, no determina ni sus valores, ni su conducta, ni su educación, ni el grupo social al que pertenece. 

Hay muchos motivos por los que la gente usa tatuajes y, dicho sea de paso, hay tatuajes que son verdaderas obras de arte.

Aprendí que el mundo en el que yo crecí, es un mundo que sencillamente ya no existe. Que por vertiginoso que se esté dando el cambio, lo mejor es aprender del mundo actual, del mundo real y vigente. 

De este maravilloso mundo que mis hijos me permiten conocer a través de ellos mismos y de sus amistades, de sus entornos, de sus valores, normas y conceptos.

La manera de comunicarnos ahora es totalmente diferente a hace cuarenta o cincuenta años.  Ahora sé que un tatuaje no siempre es un mensaje social.  Un tatuaje pequeño o enorme, puede tener un profundo significado moral o emocional para quien lo porta, o ser simplemente un adorno.

Así como hay personas que llevan celosamente una cadena al cuello con un dije especial por su alto significado emocional, (quizás lo heredó de algún familiar o es el símbolo de alguna promesa de amor); también hay personas que pueden traer algo similar por el simple gusto y placer de traerlo.  Y eso no tiene porqué ser estigma de nadie.

De la misma manera, un tatuaje no siempre es una marca de pertenencia a determinado grupo, y mucho menos tienen que ver con grupos o conductas delincuenciales.

Un tatuaje es, un tatuaje… nada más. Las razones son personales y, las personas con o sin tatuajes, son personas y nada más.

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