Mi nombre completo es Erika Leonides Torreblanca Rojas. Soy originaria de la Ciudad de México. Corre por mis venas sangre mitad chiapaneca y mitad oaxaqueña. Quizá esta mezcla me vuelve una persona de muchos colores.
Creo en la magia, el amor, en las no coincidencias y los encuentros. En Dios, Diosa y Universo. En todos los santos y todos los demonios.
En 37 años mi cuerpo ha guardado mis historias importantes en forma de cicatrices.
Llegamos a Morelia en 1987 después del temblor que azotara a la Ciudad de México el 19 de Septiembre de 1985, donde fallecieron más de 10 mil personas. Pertenezco a una de las más de 3 mil familias que emigraron a provincia buscando un mejor lugar para vivir. Mis padres escogieron esta ciudad por su tranquilidad y las oportunidades de empleo que ofrecía para ellos. A mí no me gustó la idea en un principio, ni muchos años después.
Quizá por eso fui tímida, con pocas amigas y mi cómplice era mi hermano. Fue precisamente jugando con él que al tropezar raspé mi rodilla derecha contra la pared. Una herida dolorosa, tal como fue enfrentarme a esta nueva ciudad. De alguna manera crecí con esa cicatriz que no se borró con los años. En mi adolescencia me acomplejaban mis piernas. Especialmente mi rodilla, que guardaba mi marca de la eterna huida.
Mi siguiente cicatriz fue muy dulce. Literal. La provocó una lata de leche condensada mientras experimentaba recetas con mis amigas. Me gusta rodearme de gente positiva, activa, que me contagien sus historias. Pertenecí a algunos clubes extraclases, lo que me ayudó a relacionarme con diferentes tipos de personas y logró borrarme los complejos de 15 años.
La cicatriz se quedó en mi mano derecha hasta hoy recordándome esa época feliz donde las amistades y los amores sabían a postre de limón. Me volví tan sociable que no dudé al elegir carrera. La comunicación se volvió mi pasión, incluso mi forma de vida durante los años siguientes.
Hice realidad uno de mis sueños cuando entré a la radio. Como locutora de una estación comercial, colaboradora para el noticiero vespertino y columnista en prensa escrita. No tenía tiempo para detenerme. Hasta que un charco me sacó del camino.
¿Sabían que durante el 2006 murieron 4900 personas en accidentes carreteros? ¿Y que de cada 10 personas expulsadas de un auto en un choque sobreviven menos de la mitad?
Desperté con la lluvia en mi cara. En seguida recordé el ruido y el golpe. Cuando escuché a mi padre llorar supe que estas cicatrices serían las más dolorosas. Días después, vi mi pecho y el lado izquierdo de mi rostro severamente lastimados. Todos apostaban que no me recuperaría, menos yo. Hice todo lo que me pidieron, cuantas cremas me recomendaron y cuidé mi piel bajo el estricto régimen de la cirujana. El resultado fue maravilloso en la cara, mi torso continuó marcado justo a la altura del corazón. A veces las heridas duelen, otras veces pican, la mayoría de los días me sirven para recordar que soy una sobreviviente y no lucen tan mal.
Quizá por eso decidí buscar la paz de un trabajo estable, un corazón que latiera tranquilo, un perro y una camioneta blanca. Mi cuerpo se marcó nuevamente con el nacimiento de mis dos pequeños. Mi primer embarazo fue muy estresante, la niña nació por cesárea. Luego llegó mi pequeño con año y medio de diferencia. Otra cesárea. Son mis cicatrices favoritas. Sobre todo cuando ese par se recuesta en mi vientre para demostrarme su amor. El precio de una crema antiestrías ronda entre los 200 y los 5 mil pesos. Prefiero pagar el gimnasio y un par de noches en la playa con ellos.
Lo curioso es que cada uno llegó con un lunar característico. Vale tiene uno en su mejilla derecha. Santiago en su mano. Creo que ellos empezaron a escribir su historia desde antes de nacer.
Estoy convencida que la piel tiene memoria. Me gusta lo que se ha escrito en la mía. Les pregunto ahora… ¿Qué historias están escritas en su piel?