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Cappuccinos sin espuma. Uno se acostumbra a que paguen poco o no paguen nada. Al principio incomodaba trabajar por un sueldo que nunca iba a llegar. Me piden que me quede otra hora, les digo que no puedo, no les doy detalles. Abrí WhatsApp y envié un mensaje. “Me equivoqué de profesión”. Tomé la escoba, pero no tengo ganas de barrer.

Un señor sonríe mientras ordena un café desde su lugar. Suspiré y con cuidado dejé la taza cerca de su sombrero. Me ve y vuelve a sonreír. No dice nada, no hace nada, sólo observa. Sumerjo la nariz en una lectura decepcionante. Alguien pide un cappuccino, pero la leche no se espuma. Doy gracias que sea para llevar. Creí en Dios por un minuto porque le rogué que el café tuviera buen sabor.

¿Quiénes somos nosotros para juzgar los cappuccinos? El señor pide otro café, yo obedezco.

Recibí un mensaje. “La desventura es el mejor alimento”. No respondo. Unas chicas se marcharon y minutos después retire las tazas sucias. A veces los clientes me dejan alguna moneda. La guardo en mi pantalón y sigo limpiando. Me cago en todo, en una hoja de papel escribo sobre lo efímera que es la vida útil de las modelos y deportistas. Me burlo de su dicha y aplaudo mis infortunios.

Un chico pide un sándwich y se lo llevo a su mesa. El vacío de mi estómago empieza a doler, pero me hago pendeja un rato. Guardo mis cosas y salgo antes de que ordenen otra cosa. El cielo es denso y la brisa fresca. Humedezco mis labios y envío un mensaje. “Bebamos en casa esta noche”. Enciendo el carro y el tablero dice que debo cambiar el aceite, decido ignorarlo e irme de cualquier modo.

PARTE II

Llegué al semáforo y la señora del crucero camina entre los carros esperando una limosna. No quiero verla, mejor agacho la cabeza y reviso mensajes. “Nos vemos en la noche”. Tal vez si vendiera paletas le compraría algunas. Hubo días en los que si había dinero y era fácil cambiar mis monedas por dulces con la viejita del puente. Ahora cuido mi dinero y nadie me da lástima.

Saqué del closet uno de mis vestidos favoritos, pero no lo use. Lavé los platos sucios y doblé la ropa. Hice los quehaceres domésticos sin romantizarlos. Fui al patio a contar las monedas que recibí hoy. Prefiero ignorar que existe la cocina porque todavía confió en que el hambre es buena disciplina.

En la mañana soñé que regaba flores marchitas y me gritaban que no lo hiciera. De todos modos, lo hacía. Revisaba el buzón, pero no había correo, gritaron que era momento de quitarlo. Desperté con la cabeza punzando, la alarma había sonado tres veces. Los lentes ya no funcionan y el café ya no calienta. Escribí una nota en el celular y dormí unos segundos. Desperté otra vez y la borré, al final escribí otra cosa.

Bebimos poco porque tenemos poco. A las horas me preguntó cuánto gané hoy y respondí que no lo suficiente. Dijo que esta vida es una mierda. Contesté con algún comentario optimista y reímos. Acostó su cabeza sobre mis piernas y le acaricie el rostro. Me pidió que leyera lo último que escribí y tuve que decirle que los textos se habían terminado.

Máquina de café espresso de 3,5 bar y 4 tazas con espumador de leche de vapor y jarra

Cuando se es “rarito”
La esencia de la migración

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