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Caminando tranquilamente sobre las calles de nuestra hermosa ciudad, con sus paredes adornadas por el colorido grafiti de algún conciudadano que muestra su inconformidad al sistema; es el movimiento de una gota que cae sobre mi rostro el que anuncia el segundo aguacero del día. Sin perder tiempo busco refugio bajo algún techo, pues la experiencia me ha enseñado que no tardará en llegará el temor de aquel que ha puesto a secar su ropa recién lavada. 

Al colocarme bajo la protección de la marquesina de alguna tienda, que por mala suerte se encuentra cerrada; cae la lluvia que obliga a los desprevenidos a correr de forma aleatoria, en busca del lugar más conveniente para pasar los próximos minutos en compañía de extraños.  Durante este intervalo de tiempo, veo correr a alguien que, en su intento por evitar mojarse, resbala, y antes de caer recorre los sorprendentes dos metros.

¿El movimiento desde el punto de vista de Zenón?

El desplazamiento se percibe tan lentamente que se puede apreciar la sucesión de imágenes que completa el viaje a su fatídico final. Cada una de estas imágenes corresponde a un preciso momento en el tiempo total que le toma al desafortunado llegar al suelo. Así como en la paradoja del filósofo de la antigua Grecia Zenón de Elea (c. 490-430 a. C.). https://es.wikipedia.org/wiki/Paradojas_de_Zen%C3%B3n

Para que el desventurado llegue al suelo, primero debe recorrer la mitad de la distancia total, es a este momento que le corresponde una imagen; después recorre la mitad del segmento restante, es decir, una cuarta parte de la distancia total, a la cual le corresponde otra imagen, posiblemente muy distinta a la primera; a la octava parte hay otra imagen diferente, a la dieciseisava parte hay otra imagen, a la treintaidosava parte hay otra imagen, y así sucesivamente. De esta manera se ha dividido indefinidamente toda la acción en imágenes que se van situando a la proporción de un medio; es decir, siempre se colocan a la mitad del segmento restante.

Un movimiento infinito

Si Zenón tuviera razón, y el movimiento no fuera más que una ilusión de nuestros sentidos, nuestro desafortunado amigo se mantendría cayendo paradójicamente para siempre sin conocer el dolor provocado por la caída. Sin embargo, como lo pensó Aristóteles, no sería posible dividir esta trayectoria de forma indefinida, la cual tiene como final el desafortunado “splash” del choque de un cuerpo con una masa de agua.    

El poema infinito
La chica del tren

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