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La paila está lista. La manteca es vertida en ella. Un breve humo se levanta desde el fondo. El hombre con mandil en pecho toma de la mesa unas rodajas de cebolla y ajos, y los lanza dentro. El sonido del sancocho es inequívoco. Poco después se complementa con unas naranjas partidas en dos, así como bastantes ramas de laurel. La pala de madera es agitada por el carnicero. Da vueltas y vueltas, no se deben de quemar los ingredientes, de lo contrario el sabor cambiaría.

Pasan unos minutos y toca turno a la carne de cerdo. En pequeños trozos se echan a la manteca hirviendo. El sonido es peculiar. Chirrea. El aroma se dispersa, penetra en el sentido del olfato. Los movimientos del carnicero son ordenados, parsimoniosos. Y en un bracero cercano, una mujer esférica toma una bolita de masa en sus manos, la palmea hasta darle forma aplanada, poco después la echa al comal, se infla, la mujer la toma y la juega entre sus manos y la vuelve a dejar en el. La tortilla se coció.

Acto seguido se dirige al molcajete. E inicia a crear la salsa que dará un sabor extra a los chicharrones. Los tomates asados, así como los chiles verdes, ajo y sal los pone dentro del artefacto de piedra, y comienza la molienda hasta crear lo que será el complemento del desayuno.El hervor de la paila indica que la carne esta cocida. Mis ojos brillan. Lo saboreo antes de tiempo. Respiro profundo y huelo.

Y en un plato de plástico cubierto por papel estraza, dos tortillas con sendos pedazos de chicharrón y cueritos. Les vierto la salsa hasta casi inundarlos, les agrego jugo de limón y su respectiva cebolla, después los enrollo.

Banderilla es un poblado muy cercano a la ciudad de Xalapa, Veracruz. Tiene su palacio municipal, así como su propio presidente. Oficinas de gobierno y una que otra tienda de autoservicio. Serán escaso diez minutos que uno se hace de la capital veracruzana a esa localidad. Durante muchos años se celebró la feria del chicharrón.

En ese entonces se cerraba la calle principal y la mayoría de las carnicerías se daba cita a demostrar sus habilidades culinarias y compartirlas con los visitantes. Al igual que diversos vendedores. Era una fiesta. ¡de pronto se acabó! Juegos mecánicos, juegos de canicas y demás. Hoy solo son recuerdos. Quizás no tardando se vuelva a retomar esta emotiva y deliciosa festividad. Mientras tanto, pido dos tacos más, uno de moronga y otro de cabeza de puerco. Y me despido. Con la sonrisa vacía, y la panza llena.

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