Ahora que todos los aparatos eléctricos están fuera de funcionamiento, recuerdo a mi abuelo, nos obligaba a ir a mis primos y a mí a misa, de esas que son en la noche, justo en semana santa, ahí, recuerdo que siempre llevaba una veladora y un cirio gigante, siempre el mismo cirio y siempre las mismas tres veladoras, una para cada nieto. Él decía que teníamos que llevarlas a bendecir porque el día final se encontraba cerca, y que habría un gran apagón que nos dejaría a todos en la obscuridad absoluta. Aún no logro recordar en dónde dejé esa veladora.
Esa historia es muy común escucharla, pero al primero que se la oí fue a mi abuelo, él era un personaje gustoso de inventar todo tipo de sucesos que iban desde lo real hasta la ficción. Fue uno de esos personajes que se vuelven historiadores por leer tantos libros, y yo, por el afán del viejo de contar cosas pude aprender datos sin sentido, como que en 1825 se iniciaron los viajes de ferrocarril, que en 1880 se patentó el foco, o que en 1868 se usó por primera vez el semáforo de forma manual.
Toda esa información mi abuelo la contaba a través de historias que rayaban en lo irreal, la que tengo en la memoria más presente es el inicio del uso del semáforo. Mi abuelo comenzaba contando que, en aquel año de 1868 en Europa, siempre había un policía bajo aquella señal de control de tráfico y él era quien hacía cambiar la luz de roja a verde por las noches, y durante el día eran dos brazos mecánicos como los de señalética de tren que subían y bajaban según el policía los moviera.
En México, continuaba el viejo, el primer señalamiento mecánico llegó hasta 1930, tardó bastante pues en el país no había carros con motor, sino carretas.
A mediados de ese mismo año, aves pequeñas como el Gorrión Común o el Mirlo Primavera, habían encontrado un buen lugar en los semáforos para crear sus nidos, pasar la tarde y dormir. Pronto se observaron los semáforos revestidos de desechos de aves, eran una plaga en potencia, los oficiales encargados de hacer los cambios en los semáforos, también tenían que ahuyentar a las aves. El problema con estos pequeños animales no duró más que dos años, dejaron de ensuciar esos artefactos, así sin motivo.
Mi abuelo decía que sabía de buena fuente que existía un tratado, incluso decía el nombre Tratado Palomo – Rubio. Mi abuelo siempre tuvo cautela en dar siempre los mismos detalles, a veces más minuciosos, otras veces menos. Se los ha de haber aprendido de memoria, pues como cualquier gente mayor, él contaba la misma historia a las mismas personas más de una vez. No era para contarla a su interlocutor, sino era para contársela a él mismo, y así no se le olvidara.
El tratado, hablaba sobre los derechos y obligaciones que adquirían las aves posadas en los semáforos a partir de 1932. Había puntos como no ensuciar las señaléticas donde vivían pues tendían a descomponerse por el exceso de desechos – mi abuelo me preguntaba ¿acaso has visto un semáforo sucio? – otro punto del tratado era que las aves serían las encargadas de hacer los cambios de luces en los semáforos, esto a cambio de no ser molestadas en esos postes y una repartición constante de semillas en cada señalética. Este tratado en 2002 tuvo su primer y única modificación, algunos dicen que esta modificación fue pensada por las mismas aves, quienes crearon en México los primeros semáforos para débiles visuales. La modificación del tratado obligaba que existiera en cada avenida principal un Mirlo dentro de un semáforo, y que este silbara cada que el semáforo para automóviles se encontrara en rojo, para que así la gente que tenía dificultades para ver supiera que era seguro pasar.
El viejo dejó de contarme esas historias cuando yo iba en secundaria, mis padres le decían que dejara eso, que iba a meterme en un problema en la escuela por andar creyendo esas historias. Afortunadamente nunca cometí la imprudencia de contradecir a un maestro con algún cuento de mi abuelo, aunque ahora lo recuerdo a él y sus relatos. No hay electricidad en la ciudad, las aves, como teniendo un mal presagio, decidieron huir, se escucharon miles de silbidos, cantos en bullicio que más que tranquilizarnos nos erizaron la piel. Inmediatamente, los semáforos dejaron de funcionar, y dos días más tarde sufrimos el gran apagón.