Cuando miro al cielo, mis espejos son nubes que contrastan, mientras nacen ríos de luz que desbocan entre mis párpados para enceguecerlos entre mantos poco silenciosos de neblinas casi obscuras, que suenan a tormentas futuras, llenas de presagios. Así es como nace la bipolaridad entre nuestros sueños e ideas, realidad o fantasía, colapsando siempre como si fueran hojas que estrepitosamente caen entre los vientos indomables de otoño e invierno, sólo para dar cobijo a la madre tierra en su sereno descanso, al cual nos incorporaremos todos.
Ya no veo el azul, el dorado es quien recorre cercenando líneas en un centro, cada parte en dos polos, espinas y flores, agua y tierra, Venus y Marte, eructando la sábila de la uva y tragando la semilla, para que ya no haya más para sus hijos.
Las estrellas caen como copos de nieve y se hacen arena entre nuestras manos, que ya son castillos de la misma arena en la playa, de tal grandeza y delicadeza es su ardor, pero siempre llorando porque es de piedra y no de cristal, es de lodo y no de diamante. La luna ve llorar a nuestros hijos; el hombre es manto, capa y escudo con que la madre tierra se cobija, y el pobre sol, como flechas, espadas y armas atómicas, que sin corazón se desliza, por la riqueza y soberbia del mismo.
Dinero, economía, poder… Monopolios, multinacionales y otros pocos que merman la vida de todos; que como la nada, nunca se llenan.
Otra tierra, ya no es estrella, es tu casa, matas la vida mientras descubres soluciones, creas ilusiones y sueños, mientras mermas las pasiones y la naturaleza. La estupidez se ha convertido en el éxito de los trols sobrevivientes, de los zombies tecnológicos y hombres que se creen casi dioses, porque creen que sus suertes son creaciones divinas y la única huella que dejan es el limaco del brillo casi cristalino de su pobre existencia, pero se regocijan asiéndonos miserables a todo los demás.
Punto y aparte. Que viva el rey, muere el rey, que viva el rey.