Sentada ante mi tumba está mi madre,
sus ojos ya no lloran, ya no ríen,
sus entrañas tan sólo gritan, piden,
volver a ver al fruto de su sangre.
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Mi espíritu se mueve poco a poco
tembloroso me acerco hasta su lado,
mi garganta pronuncia un grito ahogado
diciéndole al oído: “No estoy loco”.
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No estoy loco, mamá, deja decirte
que no pude entender tanta cordura,
quise jugar con esta vida dura,
me causaba placer poder herirte.
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Era fácil fingir que te entendía
y oír sin convicción tantos consejos,
los cuales desechaba por ser viejos.
¡Mi vida la destruyo porque es mía!
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Me sentí muy ufano por crecer
sintiéndome del sexo un gran señor,
pero al final yo fui el perdedor
pues al amor no supe comprender.
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De pronto en mi soberbia olvidé todo
probando de la droga sus placeres,
así fingí cumplir con las mujeres
y al infierno caí de cualquier modo.
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Tú me viste rodar, viste a la Muerte
girar ante mis ojos apagados.
Oí sin escuchar el llanto honrado
pidiéndole a tu Dios me hiciera fuerte.
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Nunca te quise oír, pues no podía
mi mente destrozar tal obsesión,
encontrando en la droga la ilusión
de sentir por instantes la alegría.
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Huí, huí de ti, huí sin rumbo
llorando como un niño aquella noche,
no pudiendo aceptar tantos reproches
me fugué a mi manera de este mundo.
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Hoy que te veo llorar duele tu ausencia
hiere lo negro de esta pobre historia,
pide a tu Dios me lleve hasta su gloria
que yo le pediré ver tu presencia.
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