El viento se torna misterioso, se vuelve intruso entre pavesas que han quedado esparcidas en la nada. En los intrínsecos recovecos de la mente que añora y evoca al recuerdo. Subo al pináculo, me monto en la cúspide y rememoro. Me cuelgo de la resplandeciente esfera celeste y tomo los recuerdos, los hojeo como lo hacía en mi niñez detrás de las páginas de escritores de la talla de Dostoyevski, Dickens y Verne.
No hace frío, se percibe la incertidumbre que cobija en resguardos únicos de centelleantes epopeyas que se quedaron grabadas para siempre. Las desempolvo y vuelven al ataque, cuál grupillos de avispas que avizoran en el consenso inequívoco de un enjambre enardecido por su miel. Es el preámbulo de lo que viene, huele a flor de cempasúchil y moco de pavo, entre veladoras que aguardan las llegadas de los que nos antecedieron y dejaron un humo blanquecino de nostalgia y melancolía, otros más; de lágrimas y risas que se dibujan entre dulces de jamoncillo y calabaza.
Huele a vida, suspendida en el limbo del sentimiento, entre los límites de lo terrenal y lo divino. Entre corazón y conciencia. Ambiente que huele a recuerdos, tantos faltan a mi lado; reviso el álbum familiar y sonrío nuevamente. Cuántas ausencias, vivencias que se apoderan de mis letras y las comparto. Me concientizan y hacen de su presencia un magnífico jolgorio, breve pero emotivo homenaje. Falta poco, los suspiros llegan, los recuerdos se van; pero siempre vivirán en este corazón que no se cansa de latir.
Se los comparte su amigo de la eterna sonrisa
Edgar Landa Hernández.