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En la tierra de los abuelos de mi hija Shabda, donde las raíces se entrelazan con los recuerdos y los magueyes, se respira la esencia de la historia, de la vida de un hombre valiente enfrentando la sombra del cáncer, alzó su última copa de pulque. 

En su tierra y tradición buscó fortaleza de la naturaleza ancestral que abrazaba su ser.

«El consuelo», un hogar de hermosa naturaleza, dónde el tiempo se mide en suspiros, nubes con lluvias torrenciales, serpientes y misterio en su bosques cubiertos de una variedad luminosa de hongos, la tierra lleva en sus cicatrices las historias de generaciones.

 Mi suegro, decidido a saborear la vida hasta el último instante, compró tres magueyes. Cada uno, testigo silente de su deseo, se erguían como guardianes en memoria de la lluvia y tierras fértiles, iguales a las alegría vividas delineaban las arrugas de su rostro.

Con mi esposa a mi lado, fuimos en busca del elixir que le regalaría un último suspiro de alegría a su alma cansada. Nos adentramos en los campos con un anciano que conocía el ritual, disfrutando de la amistad y los saludos de mano, con carcajadas, consejos que invocaban a cada paso ecos de antiguas tradiciones, de recuerdos que solo se escuchan en los oídos que habitan en esas tierras.

En esas veredas de tierra y maíz, se esconde el camino de un tranvía que recorrio el país. Ahí recolectamos el néctar sagrado que fluía de los magueyes, como lágrimas de la naturaleza que alimentaban el deseo de Abel Basilio López.

 

Cada visita a aquellos campos se volvía un viaje alegre y poético, entre susurros de viento que llevaban consigo historias no dichas. Mi suegro, envuelto en su fragilidad y fortaleza simultánea, encontró en cada gota de aguamiel una conexión profunda con la esencia de su existencia, de él, recibí el buen trató, el cariño y amor de hombre que supo escucharme y me brindo el máximo de los regalos, me permitió escuchar sus palabras.

 

«El pulque, la vida, son para ti, cuida a tu familia, trabaja soñando con lo que más deseas», me decía mientras sostenía el vaso entre sus manos. Sus palabras resonaban como una poesía que solo los corazones marcados por la despedida pueden entender.

En su mirada, se reflejaba el poder intelectual de alguien que, enfrentándose a la crudeza de la vida, luchaba por aferrarse a cada instante; cada sorbo a sus bebidas eran declaraciones de resistencia, construyendo puentes hacia la inmortalidad a través de los sabores que embriagaban su alma.

 

Y así, entre pláticas , juegos de mesa, risas y muy pocas lágrimas, mi suegro me dicto su crónica final, un relato donde la nostalgia se mezcla con el anhelo de eternidad, la luna y el amor a su madre. 

En «El Consuelo», el hogar que se convirtió en la última danza de un hombre que, enfrentando la realidad ineludible, eligió brindar con la esencia misma de la vida, tejida con aguamiel y esperanza.

 

Redactor TrodosMercado 

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