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Texto compartido por el Escritor

Alejo Gaston Monay, Argentina 2024.

Mi perro no sabe que me quiero matar. No lo sabe y tampoco lo entendería. Caso contrario, quizás él lo habría decidido también, y podríamos partir juntos: está viejo, le duele el cuerpo y existir le pesa. Pero eso tampoco lo entiende, son conceptos que lo exceden. Debo aguantar, por lo menos, hasta que ya no esté.

Su último viaje había sido fatídico. No cabía duda, moriría aprisionado entre aquellos muros, en aquella oscuridad. Había llegado de un ¡hop!, pero ya no veía la salida. Dio saltos en vano, en el limitado espacio en el que había quedado encerrado. Sus alitas no conseguían tampoco sacarlo de allí.

Abro los ojos. Tan temprano, ya estoy triste, pero no sé por qué. No entiendo. Me siento en el costado de la cama. Zapatilla derecha, zapatilla izquierda. Me pongo de pie. Baño. Café. Tren. Trabajo, 8 horas. Casa. Limpiar. Compras. El día se evapora. Dormir. Repetir.

El gigante se paseaba entre las sombras de su sepulcro. Cric-cric, lloró.

Mis amigos no me escribieron hoy ¿Será que me odian? ¿Han perdido completamente su interés en mí? ¿Soy aburrido, irrelevante, reemplazable, sin ningún valor? ¿Me extrañarían si me fuera, si desapareciera? Miré a mi lado. El perro roncaba pesadamente. Hace algunos meses, me lo traje desde la casa de mis viejos. Ellos no le daban mucha pelota, yo añoraba su compañía y ahora, tras algunos años viviendo en una pensión, finalmente tengo un lugar donde tenerlo. Quiero que pase sus últimos días conmigo. Ya era llamativo que un perrito viviera 15 años y, tanto sus padres como él, sabían que a Pelusa le quedaba poco hilo en el carretel. Salgo a mi pequeño patio trasero, camino hasta los estantes del lavadero donde guardo el tarro con su comida y mientras cargo el platito, escucho: ¡Cric-cric!

¡Fue escuchado! Sus plegarias, su llanto, ¡escuchado! El gigante remueve algunos objetos gargantuescos que bloqueaban la luz del sol, cuyo calor volvió a bañarlo tras lo que pareció una eternidad. Incluso con la claridad, no podía ver la salida del pozo. El gigante husmeó en su escondrijo, pero no lo vio. “¡Cric-cric-cric! ¡Aquí estoy! ¡Libérame!”, lloró. Pero fue ignorado.

No logro encontrar el grillo, pobrecito. Vuelvo a poner el fuentón en su lugar. Mi papá siempre decía: “si se metió solo, va a salir sólo”. Aún así, me da pena su cricrí. Entro nuevamente a casa y dejo el plato en el suelo. El sonido logra despertar al viejo perro que, tras desperezarse, se acerca lentamente a degustar sus bocadillos. Come todos los días lo mismo, no parece haberle perdido el gusto. Salvando las diferencias, era como yo, con mi trabajo, con la diferencia de que yo ya no quería seguir allí.

El gigante había decido no liberarlo, ergo, el minúsculo espacio entre la pared y el lavarropas sería la tumba del humilde grillo si no hacía nada al respecto. No dejándose abatir por la situación, decidió redoblar sus apuestas. Intentaría, una vez más, pedir ayuda al gigante. Tocaría su mejor canción, en un desesperado grito de auxilio.

“¿Cómo estás, amor?”. Un mensaje de mi novia. Me ama, perdidamente, sin ningún tapujo ni motivo razonable, pero alguna barrera a veces impide que ése amor llegue hasta mí. Mi novia es…maravillosa. Graciosa, linda, con proyectos. Quiere aprender a tocar el violín. Yo…creo que sólo estoy frenándola en su progreso. Nada me motiva. Hace tiempo que no encuentro nada que quiera hacer. La vida transcurre de una forma robótica, y no sé en qué momento perdí el interés por transitarla. Me sentí frustrado, tal como le comenté a mi psicóloga, cuando las instrucciones para la vida se dieron por terminadas: me recibí, conseguí un trabajo de lo que estudié, tengo amigos, tengo novia y, finalmente, pude comprar un departamento. ¿Qué me motiva ahora, si no es el afán por cumplir lo que se espera de mí? ¿Acaso debo ser yo el encargado de darle ahora a mi vida no sólo un objetivo sino también un motor, una razón de ser?

“Bien, buenas noches <3”, contesto a mi novia, y dejo el celular en la mesita de luz. Al apagar el velador y procurar dormir, fui interrumpido por el cricrí. Que grillo de mierda. Había cantado todo el día, pero al momento de descansar, con el silencio que la noche conlleva, parecía haber encontrado un amplificador detrás del lavarropas, compatible con su condenado violín. Apreto con fuerza la almohada contra mis oídos y hago fuerza por dormirme.

Frustrado, dejó de vibrar sus patitas. No había servido de nada, nadie había acudido a salvarlo aunque había tocado durante horas. Ahora la luz del alba ya se asomaba, aunque era poca la que llegaba a su prisión. No entendió por qué merecía sufrir allí, atrapado, con lo que le gustaba saltar entre pastos. Se sentía débil, y una vez más, usó las fuerzas que aún le quedaban para saltar y saltar y saltar, en un nulo esfuerzo por llegar a algún lado.

Por la mañana, el perro parecía triste. Se había levantado por su platito, como siempre, pero avanzó con una lentitud espantosa, más de lo normal. Me preocupo un poco, le rasco detrás de sus orejitas, y recibo el vaivén de su rabito como agradecimiento. Tras unos cuantos mimos, y asegurarme que tuviera agua y comida, lo dejo durmiendo en su almohadón. Camino al trabajo, le escribo a mi psicóloga y le invento una excusa para no ir ése día. Ya hacía varias semanas que venía pensando en abandonar la terapia. Al fin y al cabo, estábamos en un punto muerto, sin avances ni retrocesos.

Dedicar mecánicamente toda la mañana a la catalogación es una de las tareas que hace que el trabajo en una biblioteca jurídica apeste: no hay cuentos de hadas, ni novelas interesantes, ni libros de poesías, ni recopilatorios epistolares. Solo leyes y códigos civiles. Tampoco había consultas divertidas, ya que los usuarios de la biblioteca donde trabajo no son niños ni jóvenes curiosos, sino abogados y escribanos consultando por la última reforma a la Constitución Nacional, al código penal, o a la ley nacional de catastro. No era mi trabajo soñado, pero, al menos, puedo hacerlo bien. Vuelvo a casa en colectivo y, al abrir la puerta, encontré lo peor: Pelusa ya no respiraba. Dormía, plácidamente, y para siempre. Rompo a llorar.

¿Habrían valido la pena los saltos dados por el grillo?

Decidió que sí. Que, para ser un grillo, la vida había sido maravillosa. Había comido fruta, semillas, pasto y, en alguna ocasión, otros bichitos más pequeños que él. Se había sentido poderoso. Desearía poder saborear un último pulgón, pero en aquel recoveco, sólo había tierra. Sabía que su tiempo se agotaba, pero descontando sus días cautivos, había vivido grillísticamente bien. Cuando la noche cayera, tocaría nuevamente para el gigante. Tocaría la canción más triste, la que todos los grillos conocen: la última.

Se había ido, mi Pelusa, mi compañero. Lo que creía que me mantenía vivo, por obligación y no por placer. No puedo evitar llorar, al punto de irritarme los ojos y la nariz. Podría, ahora sí, acabarlo todo. Tomo todas las pastillas del botiquín y las engullo, una tras otra. Esperaba dormirme y no despertar pero, a los pocos minutos de haber completado la primera parte del plan, me despertó la sensación del vómito. El dolor de panza me arrancó de mis sueños y no me permitía dejar de vomitar. Incluso cuando ya no había nada en mi estómago, el reflejo de las arcadas no se detuvo. Me encontraba sólo, de noche, retorciéndome en un charco de mi bilis, con el cuerpito de mi amigo enfriándose en el living. Ni siquiera había podido matarme.

Cric-cric…cric-cric.

El grillo estaba más desesperado que nunca. Pobre bicho. Era un cricrí más triste, un violín más doloroso que la noche anterior. No viven mucho. Imagino su desesperación, y el miedo de asumir que el final de la vida es no sólo inevitable si no también inminente. ¿Pelusa habría sentido también ése terror? Eventualmente, tanto mis pensamientos como la sonata del grillo fueron apagándose. Cerré mis ojos y, allí mismo, desde el suelo, procuré dormirme….Me despierto, al otro día, tan adolorido como pegajoso. Llamé para pedirme el día en la biblioteca. Sólo me bañaría tras haber enterrado a Pelusa. Creí haber dejado la pala en el lavadero. Cavo el pozo, y guardo el cuerpo de mi Pelusa allí. Sonrío: había sido un gran perro. Un gran compañero. Y, al fin y al cabo, cumplí lo que le prometí: lo cuidé hasta el final. Ya no quiero morir. Un escalofrío me recorrió la espalda al recordar la noche anterior. Había sido un imbécil. Tenía que haber algo más allá. Algo que no me canse, algo que me motive: como Pelusa con su alimento balanceado.

Guardo de vuelta la pala detrás del lavarropas, y de refilón, encuentro el pequeño cuerpecito del grillo. Sin saberlo, revolcándome en mi vómito, había sido el último espectador de su último concierto. Estaba sequiiito, como todos los bichos muertos. Con el dedo, le hago un huequito al lado de pelusa, y lo entierro a su lado.

Escribo a mi psicóloga: “Quiero que me ayudes a encontrar algo que me motive”. Escribo a mis amigos: “Los quiero mucho. Necesito una cerveza, no vengo muy bien”. Miro la pequeña tumbita del grillo junto a la de Pelusa y, finalmente, escribo a mi novia: “¿empezamos clases de violín?”

………….

Agradezco al Escritor Alejo Gaston Monay que desde Argentina nos comparte sus letras.

Diálogos de Escritura: Conociendo Escritores https://youtube.com/playlist?list=PLtRiSuWDZ4YMEvK6edb2Cm1tZOKcC9RAM&si=bgp1LW-Txb7IXnJo

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