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La memoria plagada de recuerdos ayuda a sobreponernos a hechos traumáticos, quizá violentos e incluso a romantizar cosas lindas que, tal vez, no lo fueron tanto. Por eso creo que el imaginario es como el acocote: una herramienta útil para extraer el agua miel de la dulzura de lo vivido.

El acocote cuenta con dos orificios, uno por cada uno de sus extremos. El Tlachiquero debe colocar el orificio más pequeño del acocote en su boca para succionar procurando que no se llene en su totalidad y así evitar que el agua miel que sale del mezontete se contamine.

El tlachiquero se colocó en la boca el acocote…

—¡Híncate, chamaca! ¡No sé qué está pasando! No paran de repicar las campanas. Divise por ahí, por la vereda que da a la iglesia, una lumbre que cayó por el pueblo.

Ni caso le hice. La gente corría pa´l centro, yo traiba el cántaro de barro de mi tía Teresa en el hombro. Apenas escuché su voz me metí a dejarlo en el jacal, nomás miré cómo iban pasando despavoridas, delante de mí, tía Teresa y tía Elena que corrían rumbo al atrio de la iglesia.

En el patio del jacal estaba el esposo de tía Elena que se llama Primitivo, al que le nombran Primo, quién empezó a formar una camilla de palos. Apenas la terminó se la puso en la espalda y se jaló pa´ la iglesia.

En mi cabeza de cinco años no paraban de dar vueltas las palabras de mi hermana.

—Cuando me veas pasar por enfrente de la casa, te voy a hacer una señal con la mano, empiezas a contar hasta doscientos.

¡Ay mi hermanita, se le olvidó que yo aún no sabía contar! Me las ingenié juntando palos y piedras, hice tres montones que empecé aventar por la ladera. Ella dijo que contará lento. Cuando no había más que lanzar, ese era el momento indicado para empezar a correr.

Trace en mi cabeza el camino y los pasos de mi hermana, calculando el tiempo que tardaría en llegar al canal de agua, que era la parada obligada del autobús que partía a la ciudad de México haciendo escala en los pueblitos.

—Cuando llegues al número doscientos, corres con todas tus fuerzas, te metes por el panteón, no mires pa´ tras, tú corre.

Con mi patita de perro, tronchando cuanto palo y espina había en el camino, seguí corriendo con todas mis fuerzas; las fuerzas que me daba tener cinco años.

Apenas llegué al panteón, al ir saltando entre las tumbas, mi corazoncito hacia ¡pum!, ¡pum!, ¡pum! Tenía miedo de caer en algún hoyo. Pensé que el corazón se me iba a salir ahí mismo.

Imaginaba que la tía Teresa iba corriendo tras de mí con el pedazo de alambre grueso que tenía colgado en la pared, ese que usaba siempre cuando pensaba que no había hecho bien sus encargos. Pensar en eso me daba más fuerza, ánimo y terror.

El calor en los pies me hizo aminorar la marcha, me di cuenta que algo rojo escurría entre los dedos. Ya no tenía más aire, pero ver a mi hermanita a lo lejos, que me hacía señas montada en el autobús agitando su mano, me hizo sacar unas fuerzas que no sabía que tenía.

—¡Corre! —Me gritaba—. ¡Corre! ¿Te vio tía Teresa? ¡Súbete! no te vas a arrepentir, vas a ver qué vas a poder comer todo lo que quieras. Por fin va a desaparecer ese olor a madera que te impregna la nariz en las clases de la escuela, ese olor que es tu desayuno, hermana. ¿Sabes? vas a poder comprar cosas para ti y otras para mamita.

Ella ya estaba colgada del estribo, pero le pidió al chofer detener el autobús para ayudarme a subir. Apenas sujetó mi mano me tomó en sus brazos y me llevó a nuestros asientos, donde me quedé dormida hasta que llegamos a Tecomatlán.

Desperté en una casa de techos muy altos y una habitación llena de armas. Vi a mi mamita, la vi barriendo nuestra casa con su escoba de varas que ella misma hizo. Me dijo:

—Sí, hijita. Aquí estoy.

Desperté llorando. No sé qué me hizo pensar que en ese lugar, tan lejos de mi viejita, me iban a matar. Quizá las muchas pistolas, rifles y armas que colgaban de la pared. Era la casa de un capitán, después lo supe.

La señora le preguntó a mi hermana

—¿Jóse, es tú hermanita?

Ella respondió bajando la cabeza que sí.

—No te preocupes le encontraremos un lugar, mientras llévala a la cocina dale de comer y báñala.

Ajenas a lo que sucedía en el pueblo, los días y noches lejos de mi mamita se hacían eternos. La extrañaba tanto. En mi mente infantil rondaba la idea que cuando quisiera regresar al pueblo ella ya no estaría más.

En la camilla hecha de varas se llevaron al hombre que estaba tocando, ese día, mientras llovía, las campanas; ese, al que lo alcanzó un rayo y le quemó las entrañas. Dicen que uno de sus hijos tuvo que subir con una cobija que le echo encima y apagarle el cuerpo que todavía seguía sacando humo.

Su mujer tuvo que pasar a dejar encargados a sus hijos, tomó su rebozo roído y desgastado para seguir hasta el hospital, permaneció en la banqueta, en las sillas del hospital, sin comer, sin dormir, sin bañarse, olvidándose de sí misma. Años después volvió al pueblo con el alma cansada y el espíritu quebrantado al conocer las tantas desgracias que se ven en los hospitales.

El tío Román, que era tlachiquero, salió con el sol de la mañana, cuero, acocote y raspador en mano. Agarro su burra y se fue pa´l monte. en el camino se encontró con Soledad y José del Carmen, quienes saludaron haciendo un gesto con la mano.

Al pasar por la choza de adobe se dio cuenta que ya salía humo de la cocina, se dio prisa y regreso para dar aviso a tía Teresa. Juliana había regresado al pueblo.

Tía Teresa que apenas podía sostenerse en pie, todavía traía en una de sus manos el cuero de aguamiel, al tiempo que lanzaba alaridos desde la calle.

—¿Dónde está la chamaca?

Adentro del Jacal, Julita colocaba la mesa junto a esa pared que tanto miedo provocaba a quien se atreviera a mirar de frente a tanto santo. Iba colocando estratégicamente un vaso con agua cristalina en cada una de las sillas: Genoveva, Miguel, Concepción, Pedro, Lalo, Félix, Juan, Efigenia, Rosita, Soledad, José del Carmen y Gerardo.

En el patio estaban el sahumerio que chisporroteaba cada que una bolita de incienso tocaba la tiza ardiente de madera. En el portal los botes llenados a la mitad de su contenido con flores amarillas.

—¿Ora, por qué tanto grito mujer?

—Juliana devuélveme a la chamaca

—¿Cuál chamaca?

—Tú hija, no te hagas. Desde el día del accidente no parece, de seguro la tienes escondida en el granero.

—¿Yo? ¡Búscala tú, tú la tenías! ¿Ya buscaste en el camposanto?

—¿Te crees muy lista, verdad Juliana?

—Te digo que la busques en el camposanto, ya vez que a las chamacas les encanta seguir a los chapulines que enfilan hacia el cerro.

De no muy buena gana, Teresa enfilo sus pasos por la vereda que lleva al camposanto, estaban de espaldas platicando aún con las manos entrelazadas después de ochenta años, renovando su promesa anual.

Jóse le decía a Chelito

—Hermana, no me sueltes. Recuerda que yo te espere en la parada del camión, ahora te toca a ti esperarme. Además, tenemos que volver a la choza de Julita, acuérdate que le prometimos llevar la cera para la fiesta del Patrón del pueblo, de este lugar nos vamos juntas, así como salimos de él.

Al escucharlas, a Teresa no le quedó más que seguir empinándose el cuero de agua miel y tirar el cable de acero que ya no podía usar más. Se dio la vuelta y se esfumo para siempre.

Memento Moris
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