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Ella solía permanecer varias horas mirando el mar. Cruzaba las escolleras y con sumo cuidado buscaba la piedra más grande donde poderse sentar y admirar el ancho mar, así como observar el oleaje. Algunas veces se llevaba su mano a sus labios, otras más únicamente soltaban un suspiro y seguía inerte únicamente ahí, sentada en la piedra, su confidente durante gran parte de la tarde.

Ya entrada la noche, tomaba un guijarro y lo aventaba a la profundidad del océano. Y regresaba a su enclaustro. Quizás tenía todo para ser feliz, pero algo le hacía falta, tiempo atrás le habían cortado sus alas, sus sueños en eso quedaron, en sueños que únicamente ella sabía que existían. Nadie la escuchaba, únicamente ella era un objeto en aquella enorme casa que le servía de prisión, si, lo tenía todo, bueno casi todo ¡menos la libertad!

Cierto día cuando la nostalgia la asaltaba, se ponía frente al espejo, se miraba detenidamente. Su rostro aún era muy hermoso, sus ojos asemejaban ese mar que tanta paz le transmitía, el tiempo había sido benévolo para con ella. Aún era muy linda. Ella quería sentirse viva, deslumbrar su radiante cabellera opacando los mismos rayos de sol.

Su nombre…nunca lo supe, o si lo supe siempre lo guardé dentro de un cofrecito que tengo en mi pecho, donde se guardan los valores, los recuerdos.

Una tarde, cuando el ocaso hacía de las suyas, ella llegó nuevamente a las escolleras, su rostro denotaba tristeza. Se sentó, agachó su cara y así permaneció quietecita. Yo observaba desde lejos, la veía tan lejana que no quise acercarme.

Y ella proseguía en ese tenor, llena de incertidumbres y dudas, el viento revoloteaba sus cabellos, su cabellera despedía un aroma sin igual. Sin más, me armé de valor, caminé lentamente entre las enormes rocas y me posé frente a ella.

Ella lo intuyó, volteó su rostro hacia mí y sonrió. Le di mi mano y le ayudé a levantarse, me abrazó y me dio las gracias. Después desapareció, únicamente dejándome su perfume en mi ser. Su nombre…nunca lo supe…tiempo después la volví a encontrar, sus alas habían crecido,

había aprendido a volar por si sola…

Edgar Landa Hernández.

Nuestra noche
Una Fractura en el Tiempo

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