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Es domingo. El sonido del timbre en mi casa suena dos veces. Es mi hija Daleth y de su mano mi nieto Andrew. Mi sonrisa se incrementa por verlos. Andrew es un pequeño al que le encanta trotar en el bosque y también de admirar el paisaje mientras caminamos entre los durmientes de la antigua estación ferroviaria xalapeña.

Él es muy observador. Se detiene ante los colosales y antiguos árboles que lo saludan con sus enormes ramajes en señal de bienvenida. Hoy es tiempo de compartir y recrear evocaciones que se guardan en un corazón que no para de latir.

En un mundo donde la velocidad parece dominar nuestras vidas y la tecnología nos permite viajar en cuestión de horas a lugares remotos, existe un medio de transporte que ha sabido resistir el paso del tiempo y mantener su encanto y esencia: los trenes.

Aunque, a decir verdad, por Xalapa solo pasan los que son de carga, en el recuerdo se han quedado aquellos vagones que transportaban gente a un cómodo precio. Estas majestuosas máquinas de acero y hierro se deslizaban por los rieles, dejando a su paso una estela de historia y tradición que perdura hasta nuestros días.

El sonido del silbato anunciaba la partida de un tren en la estación. Sus vagones, imponentes y elegantes, esperaban ansiosos la llegada de pasajeros que buscaban embarcarse en una aventura sobre la vía de acero. La antigua estación es un pasadizo al pasado. Lugares mágicos, llenos de emoción y expectativa, donde viajeros de todas las edades se mezclaban entre sí, compartiendo historias, sueños y destinos.

 Por un instante, Andrew y yo nos subimos a un vagón. Cierro mis ojos y somos transportados a otra época. El interior de los vagones está cuidadosamente decorado, con asientos cómodos, algunos de madera con amplios ventanales que permiten contemplar el paisaje. Se percibe una atmósfera íntima y nostálgica. Los pasajeros se acomodan en sus asientos, algunos sacan libros, otros miran por la ventana con una sonrisa en el rostro, ansiosos por descubrir lo que les depara el viaje.

Los trenes tienen un ritmo propio, una cadencia que se convierte en un eco constante durante el trayecto. Los rieles parecen susurrar historias de lugares lejanos, de viajes inolvidables y de amores que comenzaron y terminaron en un vagón de tren. A medida que avanza, el tren se convierte en testigo silencioso de los cambios en el paisaje: campos verdes que se funden con montañas imponentes, ríos que serpentean entre valles y ciudades que se alzan como testimonio del paso del tiempo.

Cada parada en una pequeña estación es una oportunidad para descubrir historias locales, probar sabores auténticos y sumergirse en la vida de los lugareños. Los trenes nos invitan a ralentizar el ritmo frenético de nuestras vidas y apreciar los detalles que muchas veces pasamos por alto.

Personajes enfundados en mandiles gritan y dan a conocer lo que venden, desde garnachas, huevos hervidos y demás antojitos para sopesar de una mejor manera el viaje.

Viajar en el tren era una experiencia que despertaba nuestros sentidos y nos recordaba que viajar no se trata solo de llegar a un destino, si no de disfrutar el camino. Tal como la vida misma.

Un suspiro me hace volver a la realidad, mientras que mi nieto me incita a proseguir caminando y saltando entre los durmientes con olor a nafta, conjugando el pasado y el presente, la aventura y la tranquilidad.

Es tiempo de regresar a casa, no sin antes observar un gran charco repleto de renacuajos a la espera de sufrir la metamorfosis y salir de ahí de diferente forma.

Se los comparte su amigo de la eterna sonrisa

Édgar Landa Hernández.

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