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En el vasto océano de la existencia, nos encontramos rodeados de los vaivenes inescrutables del destino. Los medios informativos nos bombardean con una serie de noticias funestas logrando disminuir nuestra vibración. Nuestro andar se convierte en un laberinto en el cual debido a nuestra enmarañada mente no encontramos la salida. Y así transcurre la vida, nos enfrentamos a desafíos y adversidades que, en ocasiones, nos tientan a buscar un culpable externo que justifique nuestras desgracias. Sin embargo, en ese acto de acusar a los demás, revelamos nuestra propia ignorancia y limitaciones.

El hombre ignorante, incapaz de reconocer su propio papel en los eventos que le aquejan, encuentra consuelo en señalar a los demás como los causantes de su infortunio. Es más sencillo proyectar la responsabilidad en el exterior que adentrarse en la introspección, donde yace la posibilidad de un verdadero crecimiento personal. Ante la verdad no hay escapatoria.

En contraste, el hombre que inicia su camino hacia la sabiduría, hacia el despertar de su consciencia, comprende que culparse a sí mismo es un paso esencial en el proceso de instrucción. Reconocer nuestros errores, disminuir nuestro ego y limitaciones, nos permite aprender de ellas y emprender la ruta hacia la superación. Este hombre valiente y sincero consigo mismo está dispuesto a enfrentar sus errores, sin la necesidad de señalar a los demás como chivos expiatorios. La sinceridad es un itinerario hacia la puerta de la tranquilidad.

No obstante, el verdadero conocido, el hombre instruido, trasciende incluso la necesidad de culparse a sí mismo de los demás. Logra una comprensión más profunda de la existencia y de su propio ser. Es congruente en sus palabras y en sus actos, reconoce que la vida es un fluir constante, un torrente incontrolable de acontecimientos que escapan a nuestros designios. En lugar de aferrarse a expectativas y deseos personales, abraza la aceptación de lo que es, de lo que acontece. La aceptación es una bebida que no necesita azúcar.

En ese estado de aceptación, el hombre instruido encuentra la verdadera felicidad. No se obstina en imponer su voluntad sobre el curso de los sucesos, sino que se deleita en la armonía que surge de la conformidad con la realidad. No se aferra a frustraciones y resentimientos, sino que se sumerge en la plenitud de cada momento presente, sin distorsiones ni resistencias.

 En ese proceso, encontramos la llave de la verdadera felicidad, liberándonos de culpas, resentimientos y luchas internas. Solo así, como hombres instruidos, y con sencillez, podemos alcanzar una existencia plena y auténtica. Y será mediante el perdón y el agradecimiento que se pueda llegar en este periplo llamada existencia.

Edgar Landa Hernández.

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