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Habían pasado casi seis meses desde la última vez que Catalina había tenido sexo, eso fue lo que la hizo aceptar ver a Jaime, quien sabía que la buscaba porque usualmente sus encuentros terminaban en sexo. 

Ella salía de la oficina a las seis de la tarde y tardaba solo quince minutos en trasladarse a su casa en su amado mustang. Quedaron para cenar en el bar donde se habían conocido hacía dos años.

Nunca había sentido amor por aquel hombre, sólo se había sentido demasiado sola por aquella época, lo que hizo que sin pensarlo dos veces aceptara su compañía. En ese entonces ella tenía sólo veintiún años y él era diez años mayor. 

Llegó a su casa y por un momento pensó en poner un pretexto para cancelar la cena, pero “tengo que cenar” fue lo que se dijo así misma para no dar marcha atrás al encuentro. Un atisbo de vanidad se asomó en la mente de la joven, que se tomó su tiempo para arreglarse.

Se trenzó la mitad del cabello dejando escapar sus rizos escarlata por los costados. Se puso un vestido rojo con un escote en forma de corazón, era más corto de lo que recordaba, pero no le importó. Se calzó sus botines negros con un tacón medio y se perfumó.

Antes de emprender el camino al bar se dio un vistazo en el espejo y sonrió satisfecha ante su imagen imponente: “Nunca se es demasiado sexy”, dijo para sí misma.

Antes de salir del departamento se aseguró de traer las llaves con ella y al estar segura de ello, cerró la puerta tras ella. 

Sacó de su bolso las llaves del automóvil y se apresuró a entrar. Puso en marcha el motor y llegó a “El rincón de los poetas” cinco minutos antes de las ocho de la noche, que era la hora acordada. Se estacionó a una cuadra del lugar y mientras se dirigía al bar recibió varias miradas por la imagen que proyectaba. 

La mesa estaba a su nombre, Catalina Padilla. No la hicieron esperar, su acompañante ya había llegado, le informó la chica que la guiaba por las mesas del bar. 

Lo distinguió a la distancia, con su cabello rubio cenizo y su habitual chaqueta de cuero, el corazón le dio un brinco. No recordaba que fuera tan apuesto.

-Te ves preciosa – fue lo primero que dijo Jaime al mirarla y le apartó la silla para que pudiera sentarse. Catalina sonrió complacida y segura de sí misma, él era guapo, pero ella además de su belleza poseía una seguridad que hacía que su belleza fuera aún más imponente.

Encargaron un par de hamburguesas dobles con papas fritas y dos tarros de cerveza oscura para acompañar. Era un viernes espectacular y ella estaba gozando el inicio de su fin de semana.

Pasaron un par de horas hablando de los viejos tiempos, platicaron cosas cotidianas de la vida, lo monótona que podía llegar a ser el trabajo, ella habló de la universidad y su nuevo proyecto de empezar un diplomado de actuación. 

Pasadas las diez de la noche ella lo invitó a su departamento, ya no tenía caso seguir en ese lugar fingiendo que le interesaban los proyectos inconclusos de aquel arrebatador hombre con complejo de adolescente, ella solo quería saciar una necesidad secundaria.

Pagaron cuentas separadas, ella era demasiado orgullosa para aceptar que pagaran su cena. 

Ella solo había tomado un tarro de cerveza, por lo que se encontraba en condiciones para manejar su amado mustang gris. Antes de llegar al departamento, se detuvieron en un oxxo a comprar un doce pack de cerveza para poder tomar a sus anchas en la comodidad de su hogar. 

Al pasar a su departamento pasó todo menos lo que ella esperaba. Le pasó una cerveza a su amante ocasional y él dio un largo trago y luego, sin previo aviso se puso a llorar largo y tendido, dejándola totalmente fuera de combate.

Nunca sabía qué hacer ni con ella misma cuando lloraba, menos sabía cómo reaccionar a ese arrebato de Jaime. Lo abrazó casi por instinto y le acarició la cabeza como si fuera un cachorro, haciendo que con el calor de su abrazo se fuera calmando poco a poco.

Y volvió a ser él, empezó a quejarse de su vida, de lo injusto que era el mundo con él, como siempre se veían frustrados sus planes en cuanto ponía manos a la obra, se puso en lo que Catalina denominaba “modo mártir”. Por más que ella trataba de hacerle entender que tal vez solo necesitaba cambiar de estrategia para enfrentar el problema o la vida en general, pero él no salía de su misma frase: “La vida es tan injusta conmigo”.

Lo que al fin la hizo comprender que al menos esa noche no tendría sexo fue cuando él comenzó el discurso que ella se sabía de memoria: “Te mereces un hombre que te haga totalmente feliz, yo te amo pero no tengo nada que ofrecerte”…

Empezó a sentir lástima de sí mismo, como siempre solía suceder cuando se veían. Catalina se cuestionó a sí misma por qué razón pensó que en esa ocasión sería diferente. Se quitó el vestido, se cubrió con las sábanas y escuchó hasta el amanecer las quejas y supuestas injusticias de la vida de su ex novio.

Ella solo quería tener sexo y terminó escuchando la miserable vida de un hombre treinton que no estaba conforme con su vida, pero tampoco estaba dispuesto a hacer nada para cambiarla.

“La noche de las injusticias, ni tú tienes la vida que quieres ni yo tuve el sexo que tanto necesitaba. Tengo que cambiar a mis amantes”, fue lo último que pensó antes de que venciera el cansancio y se sumiera en un sueño profundo en cuanto el cielo comenzaba a mostrar sus primeros rayos de luz.

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