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La alegría de la familia era notoria. A pesar de la ausencia de la madre, festejar el onomástico numero noventa del padre causaba cierto furor en el rostro de los hermanos. Con achaques de la edad, don Fermín aún se valía por sí mismo. Su caminar era lento, sus ojos apenas y podían distinguir a lo lejos. Una de sus manos, afectada por el mal del Parkinson, hacía que todo su brazo le temblara.

Algunas veces, se sentaba a la orilla de su cama, y miraba a través de la ventana. Nunca se imaginó llegar a cumplir tantos años. Una breve sonrisa esbozaba su semblante. Su fisonomía era delgada, sus piezas dentales estaban incompletas. A pesar de todo disfrutaba su tiempo.

Los cuatro hermanos organizaban el gran acontecimiento, sonrisas por doquier, los nietos veían a su abuelo con amor y respeto, y él les devolvía con abrazos el sentimiento guardado.

Se buscó el mejor lugar, el mejor banquete, así como la música. Don Fermín observaba la atención de sus hijos. Recordó aquella noche, quince días antes, cuando solitario en su recámara, al tratar de voltearse en su cama, cayó al piso golpeándose la cabeza. Por más que trató de levantarse, no lo pudo hacer.

No fue sino hasta el día siguiente que llegó su hija y se percató de las condiciones de su padre. Rápidamente lo levantó y recostó en su cama. Don Fermín sonriendo una y otra vez le decía a su hija cuánto lo sentía, como si se tratara de un pecado el haberse caído de su cama.

La hija fue hasta el cuarto de baño y tomó una toalla, así como un pequeño recipiente en donde vertió un poco de agua. Con sumo cuidado lavaba las heridas de su padre.

Don Fermín no dijo palabra alguna. Sentía ser una carga para su hija, era la única que veía por él. Al finalizar la curación, las manos del padre, se acomodaban sobre las de ella, segundos después la abrazaba.

El día esperado llegó. La iglesia del pueblo se atavió de sus mejores galas, así como los diversos invitados. La homilía fue dedicada a don Fermín, que por única ocasión vestía un traje de color gris.

Atentamente él escuchaba la homilía. Su forma de respirar atestiguaba su nerviosismo. Unas lágrimas rodaron de su rostro. Volteó hacia atrás y observó a sus cuatro hijos. Después de terminar la misa, todos se dirigieron al salón donde se efectuaría el banquete.

Del brazo de su hija llegaban al centro de reunión. Unos mariachis entonaban “las mañanitas” mientras que las vivas y los aplausos por el cumpleañero no se dejaron esperar.

¡Todo fue un éxito! La fiesta culminaba entre abrazos y algunos obsequios a don Fermín.

Justo cuando la hija de don Fermín se llevaba a su padre, uno de los hermanos, al calor de las copas iniciaba una pelea con su hermano mayor. Insistían por saber a quién se le iba a quedar la casa de su padre. Así como dos autos, que con mucho sacrificio su padre se había hecho de ellos.

La hija arremetió en contra de sus hermanos, a uno de ellos le asestó tremenda bofetada.

Nota relacionada: Todos merecemos un retiro feliz y tranquilo.

Dos días después, los cuatro hermanos se reunían. Don Fermín permanecía a la expectativa. Los hermanos llegaban a un arreglo. Para que nadie saliera perdiendo debían de internar a su padre en un asilo. Ellos ya no podían seguir atendiéndolo, además les quitaba tiempo y dinero.

El hijo mayor le explicaba los pormenores a su padre. De un folder sacó unas hojas y se las hizo firmar. La hija únicamente agachó la cabeza, se acercó a su padre y le comentó: -es lo mejor para todos.

Sabía que la decisión no era fácil.

Don Fermín aceptó irse al asilo. Sarcásticamente les agradecía a sus hijos   el haber tenido el mejor de los cumpleaños.

A los pocos días, la hija regresaba a su hogar de la mano de don Fermín. Dejaba el asilo. Solo quería cerciorarse del sentimiento de sus hermanos, así como de su ambición.

Durante dos años más don Fermín vivió con amor y cariño por parte de su hija y sus nietos.

Antes de cumplir los noventa y tres años, un paro cardio respiratorio acabó con su vida.

Locura . Parte 1 .
Quiero perdonarte, pero ¡no puedo!

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