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Cuando era niño y me traían al hospital, algunas veces sentía mucho miedo. Había cerca de una entrada un muro detrás del cual había un corredor, era una pared translúcida de pavés a través de la que podían verse las grotescas y pavorosas siluetas de horripilantes entes amenazantes que transitaban por ahí y me hacían estremecer con cada paso que daban en el pasillo, hacia la salida donde yo estaba. De cuando en cuando, ahora que trabajo aquí, ocurren situaciones que involuntariamente me retrotraen a esos momentos en que encontrarme ante ese umbral me hacía sentir escalofríos.

Hay un paciente que me hacer rememorar esos estremecimientos pueriles. Es un pobre hombre, no tan mayor, que padece diabetes. Vive con su esposa, sólo ellos dos. Intento que no sea notorio pero me inspira terror, lo que él vive es quizá de las peores cosas que le podrían pasar a cualquiera, o tal vez sólo la que más me aterra que me pueda suceder algún día. No es una mala persona, a pesar de que le ha ido tan mal con su salud; es un hombre triste, melancólico y silencioso. Hay muchas cosas que ya no puede hacer por sí mismo, apenas y puede alimentarse él solo.
Es de suponer que su problema se fue agravando hasta que un día empezó con problemas del sistema circulatorio, de repente descubrió una lesión que no sanaba en un dedo de un pie. Finalmente el dedo murió y no hubo más remedio que amputarlo.

Luego sucedió lo mismo con otros dos. Después el pie completo. Los dedos del otro pie, el otro pie, una pierna y luego otra. Ahora ha empezado a perder dedos de las manos; en una tiene tres y en la otra sólo dos.

Es un hombre que está padeciendo la más larga y desesperante agonía que se puede sufrir, una que se ha prolongado por años, está desmoronándose como si fuera un hombre de terracota, dejando ésta vida a pedazos, casi condenado a padecer una metamorfosis que lo está llevando de ser una persona a terminar convertido en sólo un bulto que respira. Me da asco y miedo, he tenido que ayudarlo varias veces aunque me repugna tener que tocarlo, intento dejar de lado mis temores infantiles pero me es imposible dejar de percibir y pasar por alto ese olor entre dulzón y agrio que emana su cuerpo, no sé si será propio de su enfermedad, de la infección o falta de higiene, pero es muy característico y un poco nauseabundo.
Nada más de verlo llegar me dan ganas de desaparecer del servicio, pero tengo que estar ahí; el hombre necesita ayuda para pasar de su silla de ruedas a una cama o a una camilla y esa es mi función aquí, debo entonces abrazarlo, cargarlo y moverlo. Es mi trabajo, así me gano la vida. ¿Así es que para que yo pueda subsistir, él debe morir de a poco? ¿Es eso?

Momentos como ese me mueven a reflexionar sobre el sentido del trabajo que hacemos aquí: Se trata de dar asistencia, de dar un servicio, a eso viene toda esa gente. No a comprar salud ni medicinas. Dejando de lado el hecho que me pagan, es lo que más me gusta, quizá lo único fuera del tema económico: Aquí no se trata de hacer más rico a un capitalista, no perseguimos metas inalcanzables y cada vez más altas, el objetivo no es vender, vender y vender, usualmente objetos que el cliente ni siquiera necesita como celulares o pantallas cada vez más grandes.
Y el paciente ya tiene suficiente con los padeceres que lo hacen venir como para que encima yo le endilgue los míos, que si bien frente a los suyos son sólo nimiedades, no tiene por qué cargar también con ellos. Primun non nocere debería ser lo primero en enseñarse antes de ingresar al servicio, seamos médicos o no. No trabajamos con máquinas ni mercancías sino con personas. Intento entonces no perder de vista la regla de la humanidad entera: Quod tibi fieri non vis, alteri ne feceris.

— Vamos, Don José Carmen, hay que pasarnos a la camilla — le digo antes de iniciar la maniobra. Intento así hacerle ver que formamos un binomio, hacerle sentir que la faena la hacemos juntos y no es una que hago por él.

Él sólo da su anuencia con un gesto simple, se deja llevar, en silencio, gira la cabeza en dirección contraria y baja la mirada sin decir nada y siento que quizá en momentos como ese, su anhelo más profundo es haber muerto hace mucho tiempo. Sé que sería mi deseo de estar en su lugar.
De alguna manera el caso de ese paciente es similar al de muchos de los que trabajamos aquí. Cada vez que viene, deja un poco de su vida en el hospital; los trabajadores igual, con cada guardia parte de nuestra vida se queda aquí, se hizo aquí, es tiempo que pasamos lejos de los que queremos, tal vez desatendiendo lo que preferiríamos estar cuidando, sin hacer lo que nos gusta o nos da placer.

Acaso en algunos es peor; la mayoría sólo perdemos días de una vida que se nos van en trabajar, en otros muere en ellos además la parte más humana, lo que los hace humanos; pierden sensibilidad, pierden empatía y la capacidad de sentir compasión y terminan convertidos en seres repugnantes y horribles; no perderán una mano ni un pie como aquél paciente que, aún reducido en sus capacidades sigue siendo un hombre, una persona sensible, que sufre y llora, todavía puede sentir, experimentar ser humano; aquellos que trabajando en el hospital pierden la sensibilidad desarrollan como una callosidad en el alma, hasta que se malogra y la extravían tornándose indiferentes e insensibles ante el dolor ajeno, se convierten en autómatas sin ánima o con ella deforme, contrahecha o atrofiada, trabajando en la línea de producción de una factoría de salud; aplicando inyecciones en serie, cortan, suturan, ponen y retiran catéres y listo; Usted ha sido procesado, se lavó, se desinfectó y ahora el que sigue. «Aquí tiene una receta y atienda las indicaciones que se le han dado, ahora vaya usted a recuperarse a su casa».
Esa sí es una visión espantosa.

El efecto emocional en la pandemia
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