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Desde el dos mil once papá vive en Coatepec, a quince minutos de Xalapa. Se fue de aquí luego de cerrar el restaurante que mantuvo abierto por casi veinticinco años. Se fue envejecido de más por tan prolongada labor de comerciante. sin deberle nada a nadie. Despidiéndose de dos hijos al cuidado de sus propias familias. Se fue para comenzar de nuevo, como lo ha hecho en otras ocasiones, pero esa vez con seis décadas y media al lomo.

         Cuando lo visito prefiero hacer el viaje en autobús de línea que en mi coche. Me gusta mirar por la ventana, desentendido del camino. Irme llenando la vista del conmovedor verde que varía sus tonalidades en el trayecto; de neblina; de los cuantos puestos de mangos y plátanos al pie de carretera; las parrillas humeantes donde asan elotes; del despliegue de las patas de bambú de las garzas en medio del ganado.

         Entro a la terminal de Xalapa. Para llegar a Coatepec sólo queda tomar un taxi. Aplazo el traslado. Consumo unas horas en la ciudad. Paseo por sus avenidas, por sus callejones. La lluvia repentina y tibia bajo el sol casi siempre me baña.

         A veces camino entre las tumbas de desconocidos por el cementerio. Espío a los deudos. Presencio los ritos íntimos con los que se les han ido. Cuando me atrapan espiándolos les dirijo una sonrisa de sincera complicidad y me alejo deprisa.

         Me meto a las librerías de viejo regadas en la calle de los Xalapeños Ilustres. Hojeo páginas de novelas. Leo pasajes. Las devuelvo a su estante. Algunas librerías venden café. El olor del polvo acumulado en la tapa de los libros mezclado con el del café me da serenidad, paz. No sabía de estos efectos de los olores hasta que entré a aquellas librerías.

         Antes de echar a andar a Coatepec voy al cerro del Macuiltépetl.

No puedo dejar de ir en cada visita que hago a papá. Del centro de Xalapa al cerro son unos tres kilómetros, que ando a pie.

         Subo por una escalera que atraviesa la vegetación, escucho el temor de los animales huyendo con urgencia, escabulléndose a su refugio; el canto distinto de las aves, los revoloteos de sus alas, unos a mayor velocidad que otros, unos aventando más aire que otros, y que acaban brindándome un concierto alado. Doy los últimos pasos exhausto. Con el sudor enfriándome la espalda. En la punta está el Mausoleo de los Veracruzanos Ilustres. Los restos mortales del dramaturgo Emilio Carballido yacen debajo.

         El año de dos mil siete lo viví en el distrito federal. De intercambio en la Universidad Nacional Autónoma de México. Por encargo de mi profesora de filosofía del derecho fui al Teatro Helénico a ver la obra: Orinoco, de Emilio Carballido. Al terminar el montaje no paraba de reír. Aunque reía con el pecho hundido por el peso de la tristeza. Carballido endulza con humor la fatalidad humana.

Desde ese momento me hice su lector.

         No fue sino hasta el dos mil once que papá se fue a Coatepec. Hasta ese año comencé a visitar con frecuencia la ciudad de Xalapa. Para ese entonces Emilio ya había muerto, tres años antes en el dos mil ocho, aunque lo supe en su distante dos mil catorce. Y el conocimiento de que su cuerpo estaba sepultado en el cerro del Macuiltépetl, en Xalapa, a donde había ido muchas veces por visitar a papá, lo obtuve en el dos mil dieciséis. Cinco años estuvimos rondándonos Emilio y yo, cinco años caminé muy cerca de él sin saberlo. O sea pues, que la cronología de los hechos se me trastocó, se me hizo nudos. Las partes del rompecabezas me las dio el tiempo por entregas.

         Mientras desataba los nudos que el tiempo me hizo con los rastros de cuerda que fue tirando a su antojo, repensé lo ocurrido. Repensé su engañoso anudamiento desordenado.

         Y renuncié a reprocharle al pasado por no haberme dicho de la muerte de Emilio cuando sucedió para irlo a ver inmediatamente, si ya le tenía tanto amor acumulado. Abandoné el encabronamiento de que me haya mantenido ignorante del lugar de su entierro, mientras iba una y otra vez a Xalapa a visitar a mi padre, y el pobre Carba, tan cerca, tan con frío ahí arriba, esperando, esperándome quizá, solo en ese Mausoleo de muros desconchados.

         Abandoné los reproches al caer en cuenta de la puntería del azar. Del misterioso acomodamiento de la cronología del desorden. Porque, es claro ahora, tenía que cerrar mi padre su restaurante y apartar su miedo de dejar 25 años atrás de raíces crecidas, para irse a Xalapa, apostándole su resto a un recomienzo desconocido pero que le reclamaba su espíritu; y yo debía ir a la Universidad Nacional a estudiar antes de que él se estableciera allá, para que se completara el sentido del descubrimiento de la obra de Emilio y el descanso de su cadáver en el sitio que es paso obligado antes de llegar donde ahora vive.

         Total que más bien agradezco la precisión de la asincronía.

¿Por qué escribo?
La fauna que cae del cielo

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