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Renaciendo. El sol comenzó a ocultarse y mi cuerpo, mi mente y mi espíritu comenzaron a mostrar el cansancio del día vivido.

Había sido un día realmente agotador.  Agitado, saturado, agresivo y, en momentos, incluso podría decir que aterrador.

Un día como cada uno de mis otros días, que fueron formando semanas, meses y años… los años que cuentan mis años de vida.

Con la mente nublada y el cuerpo todo adolorido,  me senté a descansar haciendo una pausa que no estaba contemplada en mi agenda, menos aun en el reloj… pero yo ya no podía más.

No quería pensar en nada, simplemente ver a través de la ventana, como terminaba de ocultarse el sol… La noche ya estaba aquí.

A pesar de el cansancio, cuando ya estuve en mi cama, me resultaba imposible dormir.  Mi mente no paraba, y me gritaba que no me podía rendir.

Las cobijas tan calientes, las sábanas tan frías, la almohada tan dura y tan torcida… no podía descansar.

Ya desesperada, aventé la almohada contra la pared y escuché un tremendo crujir y un llanto… Jamás lo podré olvidar.

Temerosa, levanté mi almohada y la abrí, sin poder imaginar lo que me iba a encontrar…

Mis sueños no contados, mis miedos sin gritar, los abrazos nunca dados, mil heridas sin sanar.

Me abracé fuerte a mi almohada mientras me puse a llorar, y como cuando era niña, lloré hasta quedarme dormida sin dejar de sollozar…

El sol entró por la ventana, su brillo acarició mis brazos y me hizo despertar…

Yo estaba segura y arropada en mi cama y comencé a recordar aquel sueño tan sublimemente extraño, esa pesadilla existencial.

Tomé el café que mi hermana dejó con cariño en la mesita a un lado de la cama, con una pequeña nota que decía: “Renace. Aún estás a tiempo. Hoy tienes la oportunidad.”

Mi cómplice más fiel
El sueño perfecto

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