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Apenas el 21 de Marzo se celebró el Día Internacional para la Eliminación de la Discriminación Racial y me entero que los inquilinos de un fraccionamiento de Santa Fe prohibieron a sus trabajadores que se pasearan libremente por sus instalaciones, lo cual me parece sumamente deleznable debido al grado de discriminación del que hacen fragrante gala. Sin embargo, me preocupa que este tipo de noticias no dejan de llegarnos como si se tratara de un bombardeo cruento, desmesurado; una afronta a nuestro sentido común.


¡Entendámoslo! La discriminación es un mal personal que desintegra el tejido social en cualquier país por avanzado o atrasado que resulte. Este mal debe ser entendido como el acto mediante al cual se rechaza a un ser humano por su condición de ser diferente, ya sea física, intelectual o ideológicamente.

Se trata de un fenómeno que conlleva a la exclusión y la exclusión, a su vez, a dejar de existir para un grupo determinado de personas. Regularmente el grupo más grande es quien decide qué está bien y qué está mal porque tiene más poder. Decide qué es aceptado y qué no lo es, sin importar que sea lo correcto o no.


La discriminación nace del miedo a aceptar ideas que no forman parte del sistema de valores del individuo que excluye. Por lo tanto, este mal se convierte en una lucha de poder en donde, el más débil regularmente en cuestión de número, resulta perdedor, convirtiéndose en paria o, en sus peores situaciones, en proscrito.


A través de la historia, muchos grupos denominados contraculturales —o simplemente menos afortunados— han sido objeto del rechazo y la exclusión. No obstante, en la lucha por subsistir, han ganado no sólo un mayor número de adeptos, sino la tolerancia por parte de los grupos diferentes.

Sin embargo, el hecho de «tolerar» no es del todo positivo pues, como la palabra lo indica, el que tolera tiene siempre una actitud de rechazo pasiva. No es lo mismo tolerar que aceptar, y para aceptar es necesario un cambio de ideología, una reestructuración en el propio mapa perceptivo, en ese filtro mediante el cual vemos el mundo y actuamos en este para ampliar su magna diversidad en aras del mejoramiento y la perfección, y no actuando a través de nuestras pulsiones más banales y primitivas, patrimonio de una época menos vasta e incivilizada.


No hay valor que se sustente sin un principio.

Hoy en día ambos conceptos se confunden de manera que creemos que los valores son algo preestablecido. No obstante, debemos repensar el hecho de que los valores son simple y llanamente aquello a lo que le otorgamos un valor desde lo más profundo de nuestro ser, pero eso no significa que debamos compartir todos los mismos valores.

Si alguien le da valor a la Verdad tratará de no incurrir en la mentira y de darle a su vida un sentido de Honestidad, más ese valor no es igual para todos los individuos que componen una sociedad, por muy funcional que esta sea. El valor es siempre algo subjetivo; cambiante; sujeto a las determinantes que rigen un determinado momento histórico.


No sucede lo mismo con los principios, que son, aunque abstractos, algo objetivo. Los principios son aquello que tiende a respaldar los valores. Es lo que subyace a todo valor que hace al ser «humano». Es lo que sustenta un valor como, por ejemplo, la Libertad o la Igualdad donde, a partir de estos se construye el sistema moral que dirigirá nuestras acciones para convertirnos en mejores personas. En seres humanos de calidad.


La discriminación, en ese sentido, una abominación que atenta de manera directa al principio de Igualdad, porque la discriminación consiste en no aceptar al otro como un igual, con los mismos derechos y obligaciones; con las mismas tristezas y alegrías.


Pero ojo, los valores deben estar siempre a merced de los principios, que son los pilares que sostienen a toda sociedad.

¿Cómo evitar la discriminación entonces? No haciendo campañas que promuevan el ya enorme abanico de posibilidades conductuales para tratar al otro, sea cual fuere.

No reforzando la amplia gama de actitudes que podemos o debemos tomar para dirigir nuestras acciones con el otro en una actitud de consumo para comprar una idea y, cuando se haya gastado lo suficiente, desecharla.


Para evitar la discriminación hace falta, no hacer un cambio imposible, sino rescatar lo más olvidado de nuestro propio ser: los Principios, que no por ser intangibles son menos evidentes; no por ser abstractos son incomprensibles; no por estar perdidos sean incapaces de encontrarse.

El ser humano debe comprometerse consigo mismo antes de comprometerse con los demás. Debe aceptarse antes de rechazar al otro, a lo que le recuerda que todo puede ser diferente pues, como se mencionó anteriormente, el rechazo es el miedo a las ideas ajenas, y ese miedo radica, precisamente, en la diversidad de caracteres y atributos que conforman a una sociedad.


La discriminación es, por tanto, un miedo a la diversidad y la diversidad debería ser concebida como algo natural. La naturaleza es diversidad en su máxima expresión. ¿Por qué entonces el ser humano discrimina? Porque se niega a sí mismo. Pero como no puede aceptarlo tiende a proyectarlo al otro y quitarse de sí la culpa que lo vuelve menos ser humano y menos consciente de su propia condición como parte de la naturaleza, y así, de la diversidad.


La discriminación es el rostro bajo la máscara de la tolerancia porque tolerar es engañarse a sí mismo,

mientras que aceptar es reencontrarse con aquellos principios que nos definen como humanos. Así, el humanismo nacerá nuevamente como una corriente que nos permita tener en cuenta las necesidades de los demás independientemente de su credo, raza, posición social, sexo, modo de vestir o hasta preferencias sexuales que no pueden juzgarse sin un previo examen de consciencia de nuestra propia persona.


Este mal global es, entonces, una elección, y como tal, debe ser siempre preferible elegir aquello que nos hace superiores en un plano humanístico. En consecuencia, la no aceptación es una prisión que disminuye nuestro más grande potencial como personas.

Ese potencial es convivir en sociedad, pues la sociedad nos abriga y nos protege dentro de su tejido. Nos cuida de peligros desde que el humano es humano y se sintió solo y vulnerable por vez primera. Cuando la necesidad lo llevó a formar grandes grupos que compartían sus intereses e ideas en aras del progreso del individuo mismo. Pero aquello que nos unía sin prejuicios, ahora ha de separarnos, tristemente.


La discriminación es pues, al final, un instrumento de poder creado por el individuo para imponerse sobre aquellos que son diferentes. Para someterlos y sacar provecho de ello. El sujeto debe entender que puede sacar un provecho aún mayor si acepta que él mismo es parte de una diversidad más grande, donde sus miedos y fracasos se disipan en la segregación del propio universo: un escenario en el que apenas figuramos como algo menos que granos de arena en un vastísimo océano de posibilidades.

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