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Este año se celebran los cuarenta años de la publicación de la accesible obra Los 1 001 años de la lengua española de Antonio Alatorre (1922-2010). Una travesía por el origen y desarrollo de la lengua española, a la que se puede acudir con fluidez debido al lenguaje llano y puntual que empeñó Alatorre en sus páginas. Se trata de una obra “no académica”, dirigida al “lector general”. En el prólogo a la segunda edición de 1989, Alatorre se mostró todavía más satisfecho que con la primera, y la consideró “la verdadera primera edición”.

Ante la bella primera edición de Los 1 001 años…, cuya elaboración patrocinó Bancomer para ofrecerla como obsequio navideño a los clientes “más adinerados”, Alatorre manifestó su predilección por la segunda edición, argumentando que la primera “no tuvo lectores, solo hojeadores”. Alatorre valoró todavía más el uso que se hiciera del libro, que el modo material en que el mismo fuera elaborado. En el prólogo a la tercera edición, comentó los cambios que hubo en la segunda, en cuanto al contenido, como a su recepción (los de mayor valía para el autor jalisciense): incorporó notas al pie de página, a las cuales Alatorre se manifestó “aficionadísimo”; enmendó algunas redundancias e imprecisiones e informó que en algunas universidades norteamericanas han utilizado Los 1 001 años… como estudio introductorio de la lengua española.

El didactismo de Alatorre en su libro consistió en difundir la historia de la lengua española ante un “lector general” que poseyera el mínimo interés en ella. Si bien no es un lector especializado el que pretende Alatorre, el uso del español como lengua materna en este lector, le otorga la suficiente autoridad, no solo para interesarse en la historia del idioma, sino para admitirse él mismo parte viviente, actual, y en movimiento, de esa historia. El lector de Alatorre es el hablante que hace conciencia de su propio idioma, no el estudioso que caracteriza el comportamiento de tales hablantes.

A lo largo del libro, la sencillez exegética en la exposición del tema, desde las lenguas indoeuropeas hasta la influencia que el inglés ha tenido en el español de finales del siglo XX y principios del XXI (en que se escribió y reeditó), Alatorre refiere los actos de corrección idiomática frente a las incorrecciones de la lengua, y se decanta por la incorrección, por la admisión de lo que se considera incorrecto en el uso de una lengua, no de manera negativa (más como un acto que requiere una acción punitiva), sino como la expresión misma de los cambios a los que se sujeta el idioma a lo largo del tiempo. Alatorre, estudioso de la obra de Sor Juana Inés de la Cruz (a quien cita en varias ocasiones, otorgándole a Hispanoamérica un lugar de igualdad con España en la historia del español), no castiga la incorrección, sino que la deja manifestarse con el propósito de un observador imparcial, neutro, y ese es el argumento que soporta, a lo largo de varias ocasiones, Los 1 001 años…

Con respecto al latín vulgar y al latín culto en la todavía Romanía (en la que estaba incluida, como se sabe, la Hispania), Alatorre refiere al Appendix Probi, un apéndice atribuido “falsamente” a un estudioso, Valerio Probo, y que tuvo como propósito ejercer una didáctica de la corrección idiomática del latín: sancionar el latín vulgar e implantar el uso correcto del idioma. Alatorre advirtió sobre aquello que el Appendix Probi, en su propósito de severa corrección del idioma, no contempló enseñar a la posteridad: “Gracias a su prurito castigador y desterrador de palabras del vulgo, tenemos unas muestras preciosas de cómo se hablaba en realidad”. Ese impulso de corrección idiomática lo poseen todos los hablantes de una lengua: “todos los hablantes llevamos en nuestro corazoncito un Probo en potencia, el cual entra en acción cada vez que se nos escapa, de maneta fatal y mecánica, un ‘No digas yo cabo, se dice yo quepo’”.

No obstante, el impulso de corrección idiomática es desdeñable para Alatorre, al tratarse de un impulso proveniente de un estudioso de la lengua, aspecto propio ya de la modernidad: “La ciencia lingüística moderna nació en el momento en que los filólogos y dialectólogos del siglo XIX, en vez de profesionalizar un horror tan primario y elemental  [ante los errores en el uso del idioma], profesionalizaron la voluntad de no horrorizarse de nada, o sea la voluntad de entender”. Entender, en el sentido de Alatorre, se fundamenta en la permisividad de un observador objetivo, es decir, en la voluntad de permitir que el objeto de estudio (la lengua y su comportamiento en los hablantes) manifieste sus propias reglas, sin intervención (corrección) del observador.

Es posible asociar la neutralidad señalada por Alatorre en la observancia del comportamiento del español entre sus hablantes, con la visión científica, y su expresión más poética y antigua: el naturalismo. El naturalista, en su afán descriptivo, reproduce lo observado (una flor, un reptil, una ave), tal como este se comporta, se presenta, en su propio contexto. Para Alatorre “entender” el comportamiento de una lengua implica desistir de toda intervención, en este caso, la voluntad correctiva, para que el hablante se manifieste en su propia naturaleza, entendida esta como expresión de la autonomía, de la libertad. Para el naturalista, la observación es su herramienta de labor, su lugar para hallar y describir; para la ciencia del lingüista, escuchar es la herramienta que le permite entender el desarrollo de una lengua. Entender es, para Alatorre como para la ciencia, limpiar la observación y el oído de la opinión personal.

Ese naturalismo en la lengua implica la preeminencia de la observación (oído)-descripción en el estudio del comportamiento de esa lengua (decir yo cabo, por ejemplo) y una suspensión del modelo idiomático (su adecuado yo quepo), como gestor de las maneras correctas del hablar. Antonio Alatorre se inscribe en la tradición de los lingüistas modernos citados por él, cuya neutralidad en el análisis del comportamiento de una lengua no les genera juicios punitivos, sino una ligera sonrisa, no de complicidad, sino de una conmovedora aceptación total hacia los signos ofrecidos por su objeto de estudio (aquel hablante que diga yo mesmo, está fuerte la calor, por caso). Con la excepción de ese modo de operación del lingüista, que captura datos sin que su interpretación señale una opinión personal o una descalificación, la posición de Alatorre advierte un peligro si ese naturalismo se sugiere pertinente, no solo para el lingüista, sino para todo hablante, esto es, para todos nosotros. En términos lingüísticos, Antonio Alatorre señala que aquellas expresiones del idioma consideradas “incorrectas” se denominan “innovaciones”:

En los momentos actuales, al igual que en toda su historia, nuestra lengua es un hervidero de innovaciones en la pronunciación, en la construcción de palabras y de las frases, en el vocabulario, en la entonación, en todo. La inmensa mayoría de las innovaciones son como semillas que caen en la dura piedra. Pero algunas caen en buen terreno, y germinan y se propagan.

Imagen: IberLibro

Alatorre sugiere que, con la corrección idiomática, hay un forzamiento del tiempo, que es todo cambio, a que se detenga, para contemplar un modelo de hablar también inmóvil (la piedra). La corrección en el idioma es, a nuestro ver, el lazo que jala a los hablantes extraviados hacia un modelo expresivo, mientras que, al asumir la incorrección como innovación, Alatorre se aleja de ese modelo, con la intención de otorgarle vigor a una lengua al aceptar la condición cambiante, transformadora, de su expresión, a lo largo del tiempo. La advertencia, como se dijo, sobre el peligro de esta postura es que una definición de la lingüística como la “innovación” se incorpore en el criterio de todo hablante que trate con lo incorrecto en el uso del idioma español.

Admitir la incorrección como innovación solo es plausible para el lingüista o un artista, aunque el lenguaje escrito, por ejemplo, de este siglo XXI, con sus redes sociales, diga lo contrario. Incluso si esas innovaciones establecen pactos de entendimiento entre los hablantes, la función del modelo de corrección es conveniente, antes de que dichas innovaciones se constituyan, menos que en puentes de sentido, en islas abstractas irreconocibles, incomunicadas entre sí por ensimismadas. Sin modelo idiomático no hay corrección y sin corrección los perfiles expresivos de una lengua pueden transitar de la inflexión experimental (y los usos estéticos que se le den), a un anarquismo análogo a la Babel legendaria, entendida como fragmentación de los códigos de sentido que cohesionan a una comunidad. El anarquismo en una lengua, de regularse con su autonomía peculiar, propiciará un menor funcionamiento armónico del sentido y más una esperanza hacia los frutos del caos, de la desarticulación del sentido en multitudes de tribus lingüísticas, que hablan entre sí sin advertir sus significados, e incluso, si pretender pactarlos.

Si, fuera del estudio especializado de una lengua como la española, así, entre todos los hablantes habidos, se aceptara la incorrección con la terminología científica de “innovación”, es decir, una libertad expresiva sin contención, no implicará un exceso atribuir al futuro de esa lengua un caos gradual que conduzca a la modificación radical de la misma, hasta su extinción. No obstante que Alatorre señala, acertadamente, que el surgimiento de una lengua es la consecuencia de la deformación o romanceamiento de una lengua anterior (su cuna, su madre, como el latín con respecto al español, el francés, el italiano, el portugués), no es necesario, por ello, apresurar con alegría dicha deformación y la consecuente caída de aquella lengua. Preservar esa lengua es mantenerla en sus fundamentos, para que, como la piedra de Alatorre, aun con los estertores del tiempo, perdure, y que las semillas o innovaciones puedan germinar tranquilamente en otro lado, como una lengua derivada, tribal, pero no sustituta.

Los 1001 años de la lengua española es un obra clara y clarificadora para todos los hablantes del español. Aun con las perspectivas fatales sobre el destino de una lengua (su caída y surgimiento de otra) la obra de Alatorre es, ahora como hace cuarenta años en que se publicó, la expresión más sencilla de una pasión por una lengua a la que, dudosamente, su autor mismo hubiera querido verla innovada hasta su extinción, convertida en otra lengua.

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