Fui la criatura que recién llegó a este mundo y lloró, con un sollozo fuerte, estruendoso, resonante; las montañas entonces crujieron reconociéndome con un alarido vibrante.
Y desde esas montañas la loba quizá también me buscó, me llamó con su aullido pero los oídos de este cuerpo humano apenas aprendían a reconocer sus propios latidos. ¡Pum pumpum… pum pumpum!
Fui la niña criatura salvaje que creció entre extraños, sin embargo reí, gocé y me expresé con clamor, pero cuando venían las lágrimas, esas gotas de agua antigua sobrevolando la ciudad desolada, las acompañaba un llanto que hacía vibrar los cristales y las copas y las luces que timbraban y los pájaros revoloteaban para perderse en el cielo, lo que ponía nerviosa a las personas a mi alrededor que nunca se acostumbraron a los lamentos de la niña criatura.
Al poco tiempo decidieron ponerme un bozal, me dijeron que los sonidos de mi boca eran inapropiados, poco seguros, al grado, que dejé de llorar y con cuidado controlé mis lágrimas, pues sabía que mi cuidador se volvía mi agresor si estas se escapaban por mis ojos café.
Tenía que sobrevivir, ya no podía llorar pero aprendí a gruñir, con un espeso y grumoso barboteo transformé el descontento e inquietud en rabia, entonces transmuté aquellos sonidos a rugidos feroces que abrazaban el temor de quien me escuchara. ¡Gjjjj!
La gente comenzó a temerme, era miedo el que veía en sus ojos, y la criatura en mí, empezó a sentirse monstruosa, temida, rechazada así que aprendí a callar, por convicción, vencida, derrotada, domada; ya no era necesario el bozal.
La criatura se convirtió en esta mujer, sin eco, de pasos derrotados, sin destino, sin rabia, me camuflajé entre los ordinarios, pero eso no me eximía de sentir el dolor, el del mundo, el de las injusticias, y desde luego el propio.
Dentro de mí palpitaba cierta necesidad, una demanda, un deseo incontrolable. Entonces sentí un fuego, uno que me abrasó en silencio, y fue hasta aquella noche donde el dolor se escapó de mi boca, mis huesos fueron triturados, y el alma desnuda, vulnerable, me exigió mirar, mirar de frente, mirar al corazón… mirar lo irremediable, mirar en paz, en paz, en paz…
Me sostuve por instinto, por la lucha y la resistencia de vivir, abandoné mis penas y me dije “me voy”, por no decir “tengo miedo”…Y dije “qué frío”, por no decir “soledad”. Luego de las batallas internas me incliné como caballo sudoroso a beber y beber, y bebí de la fuerza para buscar de nuevo mi camino, salí a las calles para gritar mi nombre, para gritar la injusticia, para sostener a mis hermanas, y ahí, sin saberlo junto a ellas encontré la voz insumisa que esculpe incansablemente su poder de reclamo, de reivindicación.
Busqué entre los escombros de las mujeres perdidas, como yo, una voz emotiva que denuncia, que atestigua, que cuestiona, que es capaz de interpelar, de transgredir el silencio cotidiano, una voz que impulsa, que sostiene, que restaura, que contiene, que convoca, que libera y se libera. Una voz que afirma, que penetra, que abre las heridas, no para sangrarlas, sino para llenarlas de ternura. Una voz que no le teme a su libertad y a su poder.
Ser de nuevo yo, la criatura que se inclina con ligereza y cuidado sobre un corazón de piedra en flor para enfrentarlo… Para alzar mi voz en el momento dado en que alguien venga y me llame. Así avanzo como los rizomas palpando al ras de la tierra; los ritos, los deseos, los ¡Ya Basta! Ya no soy el animal sumiso, hoy quiero galopar relinchando como un caballo herido para luchar y luchar y luchar porque tengo la certeza de que soy como el verano: ráfagas, tormentas y granizo en un mano. Y en la otra: el cielo azul, el sol locuaz y el aire perfumado. Porque se lo debo a la niña criatura del bozal, porque no vendrá nadie nunca más a callarla, a callarme, a callarnos.
Y así, con las garras afiladas, danzo, hago el amor a la vida, con júbilo y alegría, y canto junto la loba y la manada que ansiaba mi regreso. Canto, para no morir, canto… canto para reverdecer.
