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    Como nunca en nuestra Historia, cada individuo posee extensas posibilidades de comunicar sus ideas a los demás. Jamás hubo tantos medios o diversas plataformas de autoedición y auto publicación.  Existen opciones para todos los bolsillos y necesidades; desde los periódicos tradicionales que cada vez más van migrando a ediciones digitales ávidas de textos, páginas web que pueden contratarse a precios accesibles, hasta blogs gratuitos, programas de edición comerciales y software libre que cumple con las mismas tareas. Acaso por ello existe un auge en la necesidad de arrojar palabras al mundo desde un teclado o la brevedad de una pantalla telefónica. Sin embargo, la actualización de herramientas no se traduce automáticamente en una mejora de contenido. A la par del arribo de tecnología que facilita la expansión de ideas, hay una persistente disminución en el flujo de éstas. Cualquiera puede generar contenido, relatar a detalle usando su cuenta de Facebook las sabrosas anécdotas que le ocurren cada día. Pero frente a esa posibilidad, la mayoría prefiere replicar imágenes con un exiguo texto incrustado en vistosa tipografía. A menudo no es siquiera del autor al que lo adjudican. ¿Será que deberíamos volver al sistema anónimo de redacción de un diario, o la charla epistolar que por su demora exigía precisión en el intento de verter en varias páginas un trozo de nuestra existencia?  ¿La agudeza de nuestras herramientas ha menguado nuestra habilidad para comunicarnos?

Quiero publicar, no escribir

    Si por mera curiosidad indagas en los centros o casas de cultura en tu ciudad, hallarás talleres literarios de diversa índole. En algunos encontrarás personas dedicadas que requieren el estimulante contacto de otros individuos interesados en construir con palabras, edificar sobre el papel y disfrutar con la camaradería de sus iguales. A veces, hallarás otros más interesados en mostrar lo que han redactado para obtener la validación de los demás. No aceptan opiniones sobre su trabajo, pues ya saben escribir y lo que buscan es quién los edite. Hay quienes incluso pagan por textos que harán pasar como propios, porque su único objetivo es publicar, convertirse en autores. No es un fenómeno contemporáneo, los ghost writers han existido siempre; autores que por la apremiante necesidad de un ingreso se convierten en mercenarios ocasionales, o hacen de ello su profesión.

Un taller puede ser en la juventud -o al principio de la aventura literaria, si se ha emprendido en la madurez-, una guía útil para ubicar cómo se construye un texto, qué herramientas han de utilizarse, y sobre todo qué lecturas ayudarán a zarpar con cierta ventura. Nadie que se interese verdaderamente en escribir, puede prescindir de la acumulación de textos en su acervo técnico y sentimental. Como en todo taller, sin importar el oficio del que se trate, hay que trabajar duro e intentar la asimilación de la experiencia que se comparte. No hay fórmulas para escribir, sin importar cuánto se ha erogado en la inscripción. No es más sencilla o de mejor calidad la labor en un taller más caro.

¿Dónde comienzo?

    El ansia devoradora ha saltado sin contención desde las miles de páginas que has recorrido con la mirada. Imaginas, reflexionas, hay cambios ineludibles en la manera que percibes tu entorno y aun en la forma que conduces tu vida. Ahora quieres colaborar acrecentando el ingente flujo de palabras que acompaña nuestro paso por el mundo. En su novela Un millonario inocente, Stephen Vizinczey menciona que «prácticamente todo aquel que encuentra fácil leer un libro supone que es fácil escribirlos». Sucede algo parecido con la redacción de un cuento, un poema o un artículo. Aunque cuando te encuentres frente a la proverbial página en blanco, o la hoy más común pantalla luminosa; quizá pienses como José García, protagonista de la novela de Josefina Vicens, El libro vacío: «¿Qué puede contar de su vida un hombre como yo? Si nunca, antes de ahora, le ha ocurrido nada, y lo que ahora le ocurre no puede contarlo porque precisamente eso es lo que le ocurre: que necesita contarlo y no puede».

Todo merece la pena ser escrito. Si has afinado tu mirada la acción más sencilla, el rincón más ordinario de tu calle, el mueble junto al que pasas todos los días sin darle importancia, pueden convertirse en el principio de un texto memorable.  Lee, relee, y jamás creas en la falsedad del escritor bohemio, del alcohólico, del sufriente. No hay en ello una suerte de conocimiento secreto, sino una justificación para el fracaso y la holgazanería. El ya citado Stephen Vizinczey nos recuerda que «La mayor parte de los libros malos lo son porque sus autores están ocupados tratando de justificarse a sí mismos. Si crees ser sabio, racional, bueno, una bendición para el sexo opuesto, una víctima de las circunstancias, es porque no te conoces a ti mismo lo suficiente para escribir».

Llevar un diario, anotar frases de los libros que te han marcado, redactar una carta -que no necesariamente ha de ser entregada a su destinatario-, describir los objetos, a las personas de tu entorno, cambiar el final que no te gustó de esa serie o aquella película, iniciar un Blog, o al menos intentar un cambio en la interacción de nuestras redes sociales y generar contenido en vez de copiarlo, es un buen comienzo.

Incluso en nuestros días, en medio de avanzados dispositivos y numerosas opciones de software, a mí jamás deja de acompañarme una libreta. Recomiendo tenerla cerca como una costumbre casi indispensable que me ha funcionado. Nunca sabes cuándo va a surgir algo que se perderá si aguardas para registrarlo. Llevar una libreta es también es indispensable cuando intentas ejercitar la mirada para el dibujo, un oficio que a su vez requiere práctica constante. Pero esa es otra historia, que quizá comparta después.

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