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Una larga noche, como las noventa anteriores. Guardado, aislado en un espacio irreductible, semejante a una caja transparente, visible a cualquiera de los transeúntes en esos lugares que nadie extraña, pero todos recuerdan. Con los ojos cerrados y el oído exacerbado, queriendo no perder contacto con el mundo, que vibra afuera de esa vitrina protectora.

Con uñas y dientes se aferra, la fe mueve montañas y salva vidas. Inmóvil, yace postrado, sin dolor físico por altas dosis de analgésicos, sin embargo, en profunda aflicción, el preámbulo de la próxima depresión, del abismo emocional que viene. Su fuerza interior activa la defensa y desencadena el llanto espontaneo, como un mecanismo de catarsis indispensable.

Las horas transcurren con implacable serenidad, oculto de la claridad del día, solo percibe sonidos, a veces cercanos, otras, lejanos, pero las rutinas los hacen previsibles y reconocibles. Escucha los pasos de los visitantes eventuales, vigilantes que en horarios programados, aplican procedimientos indicados y observan la evolución del inquilino con pronóstico reservado.

En los pocos intervalos que el cerebro pausa, en sus sueños se sueltan los fantasmas y demonios que lo acosan y amenazan con desaparecerlo de la faz de la tierra, en una persecución, que termina cuando despierta espantado y retorna a la transitoria realidad.

En esa circunstancia de gravedad, la memoria trabaja a destajo, captura lo que puede en los momentos de mayor lucidez, regularmente funciona con baja capacidad. Los sonidos, hacen que el oído se afine y vaya registrando instantes únicos o memorables. Como la canción que más sonaba en la radio al comienzo del 2004, el tema Duele el Amor, de la autoría del compositor mexicano Aleks Syntek, interpretado a dúo con la cantautora española Ana Torroja.

Con la sensibilidad potencializada, puede escuchar los ruidos emitidos por el sinfín de aparatos y maquinas conectadas a su cuerpo, que sirven para mantenerlo respirando y presente en este mundo, que los humanos han convertido en una jungla darwiniana, en la que solo los fuertes van a predominar y sobrevivir.

Inerme, indefenso, pero confiado, con paciencia espera que sus súplicas sean atendidas por el creador del universo, y nuevamente con generosidad lo indulte para regresar a concluir su misión. Está seguro que le quedan por pasar algunas páginas de su libro de vida. Nunca claudicar, no rendirse en las primeras batallas. Esas sirven para enfrentar hasta las más difíciles por venir. Esa pauta se repite en su mente, mientras escucha los sonidos de los gases que escapan de sus vísceras, esperan empaquetadas la siguiente cirugía, en un abdomen abierto, que se resiste al retiro definitivo. Siente el suave abrir de sus ojos y en sus labios se dibuja un Gracias Dios, estoy vivo.

CHARREADA CON CAUSA A FAVOR DE LA DISAUTONOMÍA
La Leyenda de “La Rebelión de Cedillo”

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