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En un agreste paraje, allá muy lejos de la ciudad, se podía distinguir un disperso caserío, al que sólo se podía acceder por una sinuosa vereda. Las pocas viviendas que existían ahí, estaban construidas de troncos, ramas y suadero, que es la corteza de una palma del desierto.


En el más misérrimo jacal vivían Anselmo y Cheva, quienes padecían toda clase de dificultades para alimentarse, pues a lo precario de la situación tenemos que agregar que el tal Anselmo, mejor conocido como Telmo, le tenía pavor al trabajo.


La gente de por ahí se alimenta de ratas, conejos y hasta víboras. Un día, Cheva, que era la encargada de cazar los animales que le servían de alimento, se dio cuenta de que hasta los reptiles y roedores empezaban a escasear. Ante esta difícil situación amenazó, suplicó y hasta trató de abandonar a su marido, sino salía a buscar una famélica vaca que dejaban suelta en el páramo, con tal de no hacerse cargo de ella.

Por fin, Telmo accedió, y prometió partir a la mañana siguiente en la madrugada. Al día siguiente, al filo del mediodía, partió Telmo con una raída cuerda en una mano y un jarro en la otra, para tratar de conseguir un poco de leche, en caso de que la vaca hubiera parido, y con suerte hasta alcanzaría calostros.


Ya había caminado un buen rato –el tiempo en esos yermos no se mide en horas, así que decidió descansar un poco al pie de una palma. En eso estaba, cuando escuchó, que se aceraba, un tropel y gritos de personas profiriendo maldiciones y juramentos. Con el pavor, trepó ágilmente a la palma, bajo la cual estaba protegiéndose del sol.


Con tan mala suerte, eso pensó él, que los bandidos también llegaron a descansar alrededor de aquella palma, que brindaba tan generoso sombrío.


Desde su escondite, lleno de espanto, Telmo, observó a los bandoleros discutir violentamente, hasta que por fin se pusieron de acuerdo. Convinieron en enterrar precisamente ahí, el botín obtenido en su último asalto al tren y regresar en cierta fecha a recuperarlo, pues querían escapar del ejército que los seguía, y en caso de ser capturados no les podrían comprobar nada.


Para el efecto cavaron un hoyo, no muy profundo, y depositaron los morrales con el oro en aquel pozo.

Temblando Telmo no perdía detalle, pues cuando cubrieron el entierro, procedieron a lanzar un encanto, para que no los fueran a despojar de los que obtuvieron con tanto esfuerzo. El encargado del sortilegio, tomó una cuerda de la rienda de los caballos, y conjuró a las fuerzas del más allá, para que si alguien se acerca por ahí, la cuerda se convertiría en una mortal serpiente que destruiría al intruso. De la misma manera, con un cuerno de toro trazó un círculo en el suelo para que, en caso de que alguien tratara de sacar el tesoro, aparecería un enorme toro para atacarlo.


Uno de los bandidos, en un acto de lucidez, pregunto: “¿entonces como podemos sacar nuestro oro, cuando vengamos a buscarlo?” y el encantador le explicó que existía una sola forma de romper el encanto. Eran muy simples las instrucciones, pero debían seguirse al pie de la letra. No sin antes realizar unos pases mágicos, procedió a compartirles la misteriosa clave que les permitiría recuperar su preciado metal.


“Para sacar este caudal.
Debes venir borracho.
Y comido de tamal”


Poco a poco los ladrones se fueron perdiendo en el horizonte, y Telmo pudo bajar de la palma e iniciar el regreso a su jacal. Regresó sin cuerda ni jarro, pero tuvo fuerzas para narrar lo que le había sucedido, su abnegada esposa le preparó un remedio para el susto, y lo animó a ir por el tesoro. Para lo cual, tuvo que conseguir un poco de carne, masa, y tantito alcohol para remedio, según les comentó a las vecinas.

Después de mucho rogar a las demás mujeres, Cheva consiguió los ingredientes – sus curiosas amigas sospecharon algo, pero no dijeron nada. Mientras ella preparaba los tamales, Telmo se dedicó a la grata tarea de emborracharse, pero por increíble que parezca batalló un poco pero ya casi para amanecer logró su objetivo.

Ahora sí de madrugada, partió Telmo en busca del tesoro. Su abnegada esposa lo despidió con la ilusión de que volvería rico. Lo más seguro es que si haya encontrado el oro, porque desde aquel día nunca más se volvió a saber del haragán sujeto.


Todavía no se acaba el cuento, a los cuantos días llegó al poblado un forastero, preguntando por los mismos ingredientes que se necesitan para romper el ensalmo. Quiso la casualidad que le preguntara a una amable señora que andaba barriendo y regando su patio. Resultó que la mujer era la misma Cheva, quien de inmediato comprendió la situación, y después de amplias explicaciones el hombre quedó tan convencido que decidió quedarse a vivir en aquel lugar sin nombre.

Ya que no tenía a donde ir, pues sus compañeros perecieron en un encuentro con las tropas del Gobierno, y los encantos de la dama lo invitaban a sentar cabeza.


Para que el final de la historia sea aún más feliz, diremos que, en el momento que el foráneo le declaraba su amor a la afortunada Cheva, apareció la vaca extraviada acompañada de una preciosa becerrita.

Y de nuevo surgió la flor
Corro, corro y corro pero no lo logro

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