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Esa peculiar y alocada personita de la que a continuación hablaremos, nunca ha sido buena con las palabras; no cuando de expresar sentimientos a quemarropa se trata. Siempre ha sido silenciosa, y lo mejor que tiene para dar se lo reserva para su persona. Fue educada para ser una princesa, y es así como se hará llamar; y que quede claro que no es por egocentrismo, sino porque está segura de que muchos y muchas se sintieron así, como príncipes y princesas prisioneros de sus propias torres, y lo que es peor, de sus propios dragones.

Muchos gustan de culpar a nuestra situación actual con la única finalidad de justificar el hecho de que ahora nuestros hogares sean infiernos. La verdad es que la situación que día a día vivimos tan solo ha sido el detonante que ha sacado nuestros demonios a relucir; quien es depresivo, lo ha sido toda la vida. Quien se ha tornado violento, siempre lo fue; es solo que ahora tiene la excusa perfecta para demostrarlo. El encierro es después de todo, una condición con la que siempre hemos vivido, puesto que jamás fuimos dueños de nuestra propia libertad, y eso; llega a doler cuando te lo escupen en la cara repetitivamente.  

Esta historia que ha de empezar con tan caótica princesa que realmente jamás gusto de usar vestido, ni corona, no tiene un principio feliz; tiene un desarrollo esperanzador y un final que queda abierto a quienes gusten de leerlo. Todo, empezó cuando el hermoso castillo de la princesa se desmoronó, cuando se hizo pedazos y tuvo que ver la vida tal y como era, con sus riesgos, sus peligros y su realidad. No tuvo fuerzas, solo se sintió vacía. Vacía como muchos que andan por ahí sin pena, ni gloría. Ella, se sentía tan rota y confundida porque había entendido que ella, era la única responsable de gobernar al reino más importante; su vida.

Fue en un día de intenso invierno; de esos que calan hasta los huesos, que la princesa, decidió quedarse ahí, sin hacer nada, sin pelear en contra de su propio dragón. Quiso probar la manzana envenenada porque ya no aguantaba los miedos que esa maldita peste había dejado a su paso, pues para colmo, las malas noticias no faltaban. Todo era negativo, todo era caos y llanto. Y nuestra querida princesa, solo quería eso; olvidar. Sí, estaba vulnerable, y justo, cuando pensaba que no podría, y que sus amigos eran contados, apareció alguien. Un caballero que de la nada, la hizo desistir de cometer tan fatídico crimen. Era un desconocido, un desconocido que fue volviéndose cercano. La detuvo e intentó hacerla entrar en razón. Jamás, la invitó a subir a su caballo, porque entendía que sus mayores triunfos debería obtenerlos a base de sus propios méritos, sin depender de nadie. Solo se mantuvo ahí con esa mascarilla plateada cubriendo su boca y su nariz, debido a la nueva regla que existía. Se mantiene a lo lejos, porque las barreras de la distancia son lejanas y porque las nuevas leyes así lo han de establecer.

Nuestra princesa, tuvo que aprender a no ser devota de nadie, sin embargo, ese caballero que muestra su rostro como el sol lo hace entre las nubes; le recuerda que, las personas a las que pensábamos más lejanas son en ocasiones las que más cerca están. Las que se encuentran más presentes en nuestra vida.

Si bien, esta enfermedad; liberó nuestros peores miedos, esos que al menos nos dábamos el lujo de ocultar; la verdadera batalla no es solo de los que desgraciadamente se han vuelto víctimas de esta enfermedad, ni tampoco de los que luchan contra ella dentro de los hospitales. La verdadera batalla es también de los que tenemos que enfrentarnos a nuestros propios demonios. Contra nuestros propios dragones que, de igual modo, se liberaron debido al confinamiento.

La nueva y cruel enfermedad que nos ha azotado a nivel mundial, ha desatado gran dolor, y enorme tristeza. Pero también ha sido motivo de poner a prueba nuestra esperanza, y de no dejarla morir. En ocasiones, y tal como ha quedado escrito; son las personas menos pensadas las que logran reconfortarnos, las que nos devuelven la esperanza de formas inimaginables, volviendo la distancia, un motivo de cercanía. Y el pretexto perfecto para ponernos a prueba, para así dejar de ser príncipes y princesas, y transformarnos en guerreros.  

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