0
Please log in or register to do it.

Siempre he considerado que Sara tiene mucho corazón. A veces, cuando conversamos, la veo con mis ojos bien abiertos y sueño despierto: su piel se transparenta y observo su sangre roja ser bombeada con fuerza a sus manos y a sus piernas que se rozan con las mías, y a su cerebro, potenciando sus emociones.

«Te quiero, Daniel, me encanta que estés acá», es la frase que Sara emite y me saca de la ensoñación. Y yo, que soy de corazón débil, no puedo más que repetir sus palabras, pero sin intensidad, como si fuera espejo, algo que solo, no tiene vida; y huyo al baño a lamentarme ante mi reflejo: «No la mereces».


Hoy, mi equipaje ha quedado listo. Me asomo a la ventana, son las tres de la tarde y la fuerte lluvia que anunció el pronóstico meteorológico por ahora es una garúa. Bajo las escaleras e ingreso a El Rincón de Benimaclet, mi cervecería preferida de la calle Vicent Zaragozá. Desde donde estoy, alcanzo a ver la parada del tranvía. Mi celular vibra, es un mensaje de Sara: «Dame quince minutos, guapo». Me dedico a esperar.


A Sara la conocí en la universidad, quiero creer que, de no haberse sentado a mi lado, igual hubiésemos congeniado. La saludé y le sonreí. En la actualidad, desconozco por qué le hablé, pero aquella muestra de valentía me inclina a pensar que en el futuro tal vez pueda parecerme a ella: alguien alegre y extrovertido.

Por esos meses yo buscaba donde vivir y ella me recomendó un piso en la avenida del Primado Reig. No tardé en hallar un buen lugar. Al inicio, ella iba a mi casa a estudiar y con el tiempo empezamos también a ver películas y salir a comer. Nos hicimos novios aunque jamás lo propuse, se sobrentendió por hacer todo juntos. El año de duración de la maestría transcurrió con rapidez.


«¿Qué vas a pedir?», me pregunta Juan, un peruano, dueño del negocio. Le doy una moneda y pido una cerveza.

Antes de guardar mi billetera, me quedo viendo mi tarjeta de extranjero, en dos días caduca. Al principio no me preocupaba tener que cumplir con los requisitos para su renovación, contar con suficiente dinero en el banco y encontrar un empleo, «falta bastante tiempo», me tranquilizaba, y por confiado, ahora la angustia me embarga.

En unas horas partiré al aeropuerto y tomaré un avión de Valencia a Madrid y después uno a Latinoamérica. El taxi ya está reservado y dejé mi pasaporte y pase de abordaje en la mesa de la sala. No le he contado ni una palabra a Sara, no sé cómo, me da miedo y me entristece hablar de problemas serios.


Oigo el ruido del tranvía. No encuentro a Sara en el andén y es un alivio. Luego entiendo que debo despedirme y no acobardarme. Ruego en silencio que aparezca. Por fin la veo, se protege con su paraguas, pero la intensidad de la lluvia ha aumentado al punto que no existe forma de mantenerse seco en la calle. Se ubica frente a mí y es como si el tiempo de inmediato avanzara rápido. Me levanto. Me saluda y me besa. Mueve su cabeza a un costado tratando de escurrir su cabello y le hace de la mano a Juan para que le traiga una pinta.


Sara, que es risueña, se carcajea con mis comentarios: «Que llueva, así la gente no tendrá que lavar sus coches», «el agua arrulla», «¡mejor!, con tanto sol ya se me estaba pegando el culo al asiento».

Me cuenta lo que ha planeado para que hagamos las siguientes semanas: inscribirnos al gimnasio, ir al teatro, alquilar un coche e ir Barcelona, disfrutar de las fallas, cenar con su familia y que la acompañe a recoger unos documentos a la universidad. «¿Tu ya retiraste los tuyos?», consulta y afirmo con la cabeza. Ella nota que veo mi reloj cuando se va a intercambiar unas palabras con Juan o al baño.

«¿Tienes otra cosa que hacer?», me interroga y respondo que no. Propone que subamos a mi casa a ver una película, le miento diciendo que está defectuosa la televisión. «¡Ya sé!», celebra y me lleva de la mano por la calle. «¿No te molesta mojarte?», pregunto y contesta que no. Noto que la gente en sus balcones nos ve con extrañeza. «¡Van a pillar un resfrió!», gritan. Sara ríe. «Qué más da un resfrió, total, ya estamos empapados», bromea.

Así es ella, «dejemos las penas para después» es su lema. Recuerdo una vez que no nos permitieron ingresar a una fiesta porque extravié los boletos. Me molesté conmigo mismo por estropear la noche y no me reprochó nada, compramos cervezas y nos las bebimos en un parque.


Nos detenemos en el sector detrás del colegio en el que ella estudió, frente a una pared pintada de blanco. Sara abre su bolso y saca una espray y pinta la letra S de rojo. Miro alrededor con el objetivo de confirmar que no hay policías. «¿Esto es legal?¿Es tu pared?», quiero saber y me dice: «Si nos pillan, no. Y no, no es mi pared».

Escribo una D, y en la letra se evidencia el temblor de mis brazos, a diferencia de la de Sara que tiene convicción. «Ojalá nuestras iniciales perduren aquí por mucho tiempo, así podemos venir a verlas», sentencia y nos marchamos con lentitud. Al escuchar a una voz: «¡Los vi, vándalos!», apuramos el trote.


Entramos a un local de hamburguesas. A Sara le interesa lo que haré el resto del día. Yo balbuceo hasta inventarme que leeré un libro titulado La Breve Espera, por suerte no comprueba la existencia de este en internet.

Mientras come su hamburguesa, me consulta: «¿Echas de menos tu tierra?». Le contesto que por supuesto, pero que me gusta también acá y estar con ella. «Sabes, estoy planeando viajar a tu país, a los españoles no nos ponen tantas trabas para ir a otros lados», explica y opino que sería fantástico. Después continúa: «Tú debes renovar tu permiso de estadía acá, ¿cómo llevas eso?». «Todavía tengo algo de tiempo para tramitarlo», miento. «¡Qué bueno!, oye… con respecto a lo que te dije en la cervecería, no te preocupes, iré sola a recoger mis papeles a la universidad y hacer esas otras cosas, no quiero que te sientas presionado o incómodo», comenta.


Pasamos gran parte de la tarde platicando, hemos mojado el suelo del restaurante con nuestros zapatos y la ropa que gotea. Los empleados nos ven con fastidio. Conversamos de las fiestas, noches de estudio y bromas durante la maestría.


Llegado el momento, es ella la que ve su reloj y me informa que debe irse.

La escolto al tranvía y me duele que nos despidamos de modo casual, como si fuéramos a vernos mañana. Alza su mano y la mantiene arriba hasta que la puerta se cierra. Me insulto: «¡Cobarde, idiota! ¿Por qué la dejas ir así?».


De regreso al edificio, camino por la cervecería de Juan, al verme, me dice: «Feliz viaje, Daniel, ven a visitarnos pronto, a pesar de que obtener el permiso de turistas sea un fastidio». Le digo: «¿Quién te dijo que me voy». Replica: «Un vecino, ni que vivieras tan lejos, ¿era un secreto?».


Recibo un nuevo mensaje en mi móvil: «Buen viaje, Dani». Siento una presión en el pecho y mis palabras no salen. Me lamento: «Discúlpame Sara por ser así, por ser de corazón pequeño. Apuesto que, si me abriera las venas, la sangre que brotaría no sería roja, sino de un color nunca visto, uno sin pasión. Me doy vergüenza».


Abandono el edificio temprano con mis maletas. Solicito un nuevo taxi. Antes de dirigirme al aeropuerto me desvío. Bajo del auto y llamó a la puerta de Sara. Sale con ropa de hogar, sencilla, pero no menos bella. No sonríe y aquel hecho me lastima: he afectado de forma negativo su ser.

«Ven conmigo», le pido, y esa frase hace que empiece a nacer el entusiasmo en su mirada, sus gestos y sus labios. Vamos abrazados en la parte trasera del vehículo. «Aunque estemos a diez horas en avión, ¿quieres seguir siendo mi novia?», le pregunto y acepta.


Al llegar al aeropuerto, registro mi equipaje. Luego de que paso por el detector de metales, todavía puedo ver a Sara a lo lejos. «¡¿Vas a venir a verme?!», le grito y no me importa que los demás viajeros me queden viendo. «¡Es unas semanas!», responde.


Ya solo, sentado, aguardando por mi vuelo, me emociono por volver a mi país. Aunque aspiro a de inmediato buscar el modo de regresar a Benimaclet. Cruzo los dedos para que las letras S y D continúen en la pared cuando retorne.


Tomo mi celular e investigo «colores neutrales», el resultado son imágenes con distintas tonalidades. Busco en mi mochila una tachuela, no cargo ninguna, arranco una hoja de papel de mi cuaderno y paso el filo por la yema de mi dedo índice. De la herida que brota una franja de líquido espeso, la comparo con las imágenes de mi celular, no hay semejanza. «¡Sí, esta es mi nueva sangre!», celebro para mis adentros y una voz, a través de una bocina, anuncia que ya debo partir.

La esencia del lobo-Metamorfosis Capitulo 1: El verdadero comienzo
La taza blanca (parte 2)

Reactions

0
0
0
0
0
0
Already reacted for this post.

Reactions

Nobody liked ?

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

GIF