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“En las vastas tierras áridas cerca de Pitiquito, Sonora, donde el cielo se funde con el horizonte y las noches son tan negras que parecen devorar la luz, ocurrió un suceso que aún susurran los viejos con temor y respeto”. En ese rancho la llorona había sido vencida por don Ernesto, un hombre que tuvo que dominar su miedo para enfrentarla.

La siguiente historia me la envío mi buen amigo Polo Sandoval y se trata de una de las apariciones de la llorona, pero ésta había raptado a un niño pensando que era uno de sus hijos perdidos, veamos lo que nos cuentan:

“Don Ernesto, un hombre curtido por el sol y el viento, poseía un rancho en esas tierras solitarias. Una noche, mientras la luna colgaba baja y pálida en el cielo, escuchó el lamento más desgarrador que jamás hubiera penetrado el silencio del desierto. Era un llanto de madre, un grito de muerte que helaba la sangre. La leyenda de la Llorona, aquella alma en pena que buscaba a sus hijos ahogados, no era ajena para él. Pero esa noche, la leyenda se convirtió en una aterradora realidad.

Desde su ventana, vio la figura de una mujer vestida de blanco, deambulando cerca del arroyo seco que cruzaba su propiedad. Lo que más heló el corazón de Don Ernesto no fue su presencia, sino lo que llevaba en brazos: un niño pequeño, su sobrino Juanito, que había estado jugando fuera hasta el anochecer.

El terror se apoderó de él, pero fue el amor lo que finalmente impulsó sus piernas. Salió de la casa, corriendo hacia la aparición con una mezcla de miedo y determinación. Al alcanzarla, vio el rostro pálido y los ojos negros sin fondo de la Llorona, y por un momento, dudó. Pero el niño en sus brazos le devolvió la mirada, paralizado por el pavor.

Con un grito que rasgó la noche, Don Ernesto arrebató a Juanito de los brazos de la Llorona y corrió como nunca lo había hecho. El lamento de la mujer se intensificó, siguiéndolos mientras corrían hacia la casa, un sonido tan doloroso y furioso que parecía desgarrar el mismo aire.

La llorona venía enojada tras ellos y el terror se hacía presente, pero era más fuerte el amor de sangre, del sobrino que le venía aterrado y llorando que sacó fuerzas de su flaqueza.

Don Ernesto cerró la puerta con fuerza tras de sí, rezando todas las oraciones que conocía, mientras el niño lloraba en sus brazos. Afuera, la Llorona golpeaba las ventanas, su llanto se elevaba con el viento, pero no podía entrar.

Cuando el alba llegó con su luz purificadora, la Llorona se había ido. Pero Don Ernesto enfermó, su cuerpo y espíritu consumidos por el encuentro. Durante una temporada, estuvo postrado en cama, luchando contra una fiebre que ningún médico podía explicar. Estaba asustado y su alma parecía que estaba fuera de su cuerpo.

El niño, por su parte, no recordaba nada de la noche en que la Llorona lo tomó en sus brazos. Pero Don Ernesto recordaba cada noche, y cada noche, al cerrar los ojos, escuchaba el llanto lejano de la Llorona en el viento del desierto, un recordatorio constante de que había enfrentado a la muerte y había vivido para contarlo.”

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