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Todos llevamos máscara.

A lo largo de nuestra vida, cada uno de nosotros va forjando poco a poco su propia personalidad. Pero, ¿qué es la personalidad?

Es una galería desorganizada de memorias, experiencias y búsquedas que compone el museo de lo que somos. Sin embargo dichas experiencias casi nunca son elegidas por nosotros mismos. La mayor parte de ellas son dictadas, con sus salvedades, por las condiciones materiales en que nacemos: religión, política, economía, educación…

A esto hay que sumarle la experiencia del mundo en que vivimos, el mundo que nos habla según su tiempo, sus circunstancias o sus oportunidades. De ello surge otra capa de comportamientos a la que llamamos identidad.

Esos dos componentes son la máscara que nos define, y hay quien dice que es necesario arrancar esta máscara. El libre albedrío suele ser una de las recetas para este padecimiento; otros afirman que la búsqueda del yo verdadero, el maestro interior o la infancia perdida es el mejor remedio.

Existe toda una industria de productos, creencias, comportamientos y plataformas que nos venden esta idea de individualidad existente detrás del antifaz.

Sin embargo, ¿es esto cierto?

Más allá de los defectos innatos, las virtudes superficiales, los recuerdos fluctuantes; más allá del reflejo, por encima de los nombres, el género, el deseo y el reconocimiento, existe un lugar donde podemos encontrar nuestra esencia desnuda y oscura. Aunque la revelación de este secreto interno es momentáneo. Suele escapar a la vista en el mismo instante en que se manifiesta.

La naturaleza evasiva de nuestra vida se debe a su finitud y a sus ataduras. Es por eso que necesitamos una máscara para brindar a la existencia un poco de constancia. Esto no es necesariamente negativo, como no lo es arroparse contra el frío; el mundo suele ser hostil y caótico, si se entregase la conciencia sin abrigo al viento gélido de la realidad cotidiana resultaría invariablemente lastimada.

La máscara es también lo que somos

La máscara es también lo que somos: el lenguaje, las militancias, las convicciones, lo amado; los caminos, los lugares, las esperanzas; el hambre, el sueño, la sed, el cansancio, el deseo. Cada parte de nuestra historia se entrelaza en el tejido de esa máscara: esa es nuestra personalidad.

Lo importante es abrazar quiénes somos, nuestra condición primordial, su fragilidad y su naturaleza cambiante, reconocer que lo mejor que podemos hacer es aceptar esa contradicción: que somos más que la máscara pero también somos ella.

Encontramos motivos contra las máscaras cuando tratamos de definir lo que somos. Es verdad que cada persona es única, pero eso no significa que estemos exentos de etiquetas. A veces son necesarias las etiquetas. Las etiquetas nos permiten compartir rasgos comunes con los otros, rasgos que nos unen: el lenguaje, las creencias, los espacios. Por medio de estas condiciones que nos definen, nos convertimos en parte de los demás. También somos los otros.

Es crucial entender que no podemos ser definidos por completo mientras vivamos, solo la muerte es definitiva; la muerte nos define y completa; la vida está haciéndose, viviéndose; la vida es de los vivos; los vivos son la vida; son el deseo, los nombres, los lugares, los sueños, el hambre, la sed, la angustia, la esperanza, la fe, la alegría.

Nuestra máscara es una parte valiosa de nosotros, nos impide sentir del todo la vulnerabilidad de nuestra existencia; nos sujeta a los lazos que unen el tejido de la vida misma.

Así que no temas a tu máscara, porque la máscara también eres tú.

La Leyenda de la Dama de Blanco del Panteón de Belén.
EL RIESGO DE LA EXISTENCIA

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