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En cierta ocasión, en un hospital cualquiera, digamos el Hospital General Doctor Aurelio Valdivieso, en Oaxaca, en un servicio cualquiera, digamos Medicina Interna, siendo casi las siete de la mañana se encontraba reunido en una pequeña sala un grupo de nerviosos médicos internos de pregrado que se presentaron dispuestos a iniciar su internado. No era solamente la normal ansiedad por ser su primer día en el hospital lo que sentían, había también un poco de temor en ellos porque todos habían escuchado decir a otros estudiantes que el médico adscrito del turno matutino a cuyas órdenes se estaban presentando era un tipo inflexible, déspota y todo un tirano. Un médico solemne y grave cuya fama de duro y arrogante rebasaba en el ambiente médico los límites del hospital.


Con tales referencias los jóvenes internos estaban ya predispuestos a calcular todos y cada uno de sus movimientos con precisión milimétrica y a esforzarse cuanto pudieran con el fin de evitar ser denostados cruelmente como al parecer era del gusto del famoso personaje. Incluso se hacían recomendaciones entre ellos sobre la mejor forma de dirigirse al Doctor, seleccionando cuidadosamente el vocabulario a emplear.


Exactamente a las siete de la mañana llegó el famoso Doctor Covarrubias quien parco pero cortés se dirigió a todos los presentes dándoles los buenos días. Era un tipo un poco más allá de la mediana edad, llevaba su cabello, entrecano ya, muy bien peinado todo para atrás y asegurado en su lugar mediante el uso de la dosis exacta de gel, de manera que ni un solo cabello estaba fuera de su sitio. Iba perfectamente afeitado y vestía en forma elegante pero sobria; pantalón obscuro y zapatos relucientes, como nuevos. Usaba una corbata negra sujetada con un fino pisa corbatas y por debajo del puño izquierdo de la manga de su camisa blanca como la nieve se asomaba un discreto reloj deportivo de correas de fino cuero. Un sutil aroma varonil completaba el cuadro de su impecable presencia. No le faltaba, por supuesto, la impoluta bata blanca.


Ni uno solo de los cinco médicos internos permaneció sentado cuando él entró, en cuanto el primero hizo ademán de incorporarse todos le imitaron levantándose inmediatamente y a coro le dieron los buenos días.

Por supuesto que nadie se atrevió a tomar asiento una vez él hizo lo propio detrás de un sencillo escritorio, seguramente era inadmisible hacerlo sin su permiso expreso así que permanecieron todos de pie durante el resto de la reunión esperando una autorización que no llegó.
Después de examinar con la mirada a aquél grupo de jóvenes durante unos momentos que parecieron demasiado largos por incómodos, el Doctor Covarrubias esbozó una leve sonrisa que los estudiantes interpretaron como malévola y seguramente más de uno se estremeció desde lo más profundo de su ser; sin duda tenía algo planeado y los tenía a su merced así que cabía esperar lo peor. Había un estruendoso y embarazoso silencio en la sala hasta que el Doctor empezó a darles un discurso sobre el deber del médico. Qué lealtad se le debe a aquél paciente que ha aceptado tratar, qué compromiso se adquiere al hacerlo y con qué actos debe honrar el juramento que ha hecho; hasta dónde debe llegar el médico con tal de conseguir curar a su paciente.
— Les daré un ejemplo de lo que espero de ustedes en adelante. — les anunció. Y luego me pidió: — Llame a la Doctora Roxana. — Así que salí por ella que era residente de segundo año y la hice pasar.

Apenas la vio entrar, el Doctor Covarrubias le dijo:

— Doctora Roxana — mientras le daba un frasquito que contenía un líquido amarillento, casi lleno hasta el borde y que sacó de abajo del escritorio — No hay laboratorio y es necesario hacer un E.G.O., pero sobre todo me urge saber cómo está de glucosa ésta muestra. Así que por favor dele un traguito y me dice qué le parece.

Los jóvenes internos no daban crédito a sus oídos, se escuchó alguna ahogada exclamación de asombro que se convirtió en estupefacción generalizada entre ellos cuando la Doctora respondió:

— Sí, Doctor, claro. Con mucho gusto.

El proceder de la doctora Roxana fue muy profesional desde el principio, como si aquello se tratase de catar un vino; Primero inspeccionó la muestra visualmente, para identificar características como el color y la presencia de sedimentos, luego lo acercó para percibir mejor su aroma. A continuación y ocasionando que los internos abrieran desmesuradamente los ojos le dio un primer trago y se quedó por unos segundos intentando interpretar las características percibidas por su paladar, después dio un sorbo más pequeño como para confirmar las primeras impresiones y finalmente apuró el líquido ambarino remanente.

Mientras esto sucedía los internos se miraban unos a otros completamente desconcertados y gesticulando con los labios palabras con las que expresaban su grandísima sorpresa e incredulidad y que no se atrevían a pronunciar. Y luego la Doctora Roxana anunció:
— La glucosa en la muestra está dentro de los niveles normales, Doctor, si bien con cierta tendencia a la baja.
— ¿Algo más, Doctora?
— Sí Doctor. Me parece que el pH está un poco elevado, sugiero corroborar con los laboratoriales correspondientes a la brevedad. Yo misma me encargaré de que así se haga, Doctor.
— Excelente, Roxana. Gracias, puedes retirarte.
— Con su permiso. –Dijo la Doctora. Y salió.

Ninguno de los cinco salía de su asombro ante lo que acababan de presenciar y ninguno pudo sino mover la cabeza dando una respuesta negativa mientras miraban al piso como avergonzados o resignados a un destino cruel cuando el Doctor Covarrubias preguntó si alguno tenía alguna duda.


El Doctor Covarrubias volvió a sonreír, esta vez un poco más abiertamente, agachó la cabeza para hacerlo con cierta discreción intentando no perder la compostura, se le notaba divertido. El silencio incómodo volvió por unos momentos, el Doctor iba a decir algo pero uno de los internos dominado por la imprudente osadía de la juventud o en un arrebato de valentía se atrevió a interrumpirlo y alzó la mano pidiendo se le concediera el uso de la palabra:
— Disculpe, Doctor…
— Sí, dígame… pero perdón, ¿Cuál es su nombre?
— Ramales, Doctor, Joaquín Ramales…
— Sí, dígame usted, Doctor Ramales.
— ¿Cómo es eso posible y por qué lo hace? — dijo acompañando la pregunta con un rictus mezcla de admiración y desagrado.
— Pueden vivir tranquilos — dijo muy seriamente el Doctor Covarrubias, sacando una botella medio vacía de abajo del escritorio y colocándola encima — Es sólo jugo de manzana.

«Pero sin embargo, Doctor Ramales» — prosiguió poniéndose de pie y caminando hacia los muchachos — «Esa es exactamente la cuestión. Cuando atiendan a un paciente deben preguntarse siempre por qué y cómo. Por qué se enfermó, por qué está así. Todo parte de ahí. Planteen primero adecuadamente el problema, ¿y cómo se plantea? Pues con la entrevista clínica, con los análisis de laboratorio necesarios, estudios de gabinete y usando todas las herramienta necesarias. Pero hasta ahí ustedes no han hecho nada todavía, su trabajo empieza una vez que tienen el panorama completo. Pregúntense siempre, ¿por qué está así y cómo lo ayudo?»


«Pero recuerden que el ojo no verá nunca lo que la mente no conoce y los papeles en realidad no hablan. Así es que estudien, estudien y no dejen de estudiar. Aprendan, aprendan y no dejen de aprender. Y sobre todo practiquen, practiquen y no dejen de practicar. Solo así llegarán algún día a ser buenos médicos. Esa es la forma en que practico la medicina y es lo único que les puedo enseñar.”

Antes de salir a pasar visita finalmente les dijo:
“Creo que merecen una explicación: Quise demostrarles que de esa puerta para afuera está el regaño y hacia adentro el consejo; afuera la exigencia y adentro la motivación; allá el puño cerrado y la mano dura y acá la mano abierta y extendida.”
“Y sólo una cosa más. Queda estrictamente prohibido decirle ni siquiera a sus madres lo que aquí sucedió. Es estrictamente confidencial. Deben saber que el secreto profesional es también parte del deber de todo médico. Me ha costado mucho ganarme mi reputación y no pienso perderla por alguna indiscreción estúpida. ¿Alguna duda?”
Otra vez nadie pudo decir nada, se quedaron todos pensativos, dando una respuesta negativa con la cabeza y con una expresión de reflexión en el rostro. Sin duda habían empezado realmente a aprender a ser médicos. Salieron después detrás de él a pasar la visita con los residentes.

Dieta mental
Robertita, un tributo muy especial para mi bello diamante

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